Nada es simple en la obra del británico Graham Greene (2 de octubre de 1904-3 de abril de 1991). En sus historias de asesinatos, espías y aventuras, el “factor humano” siempre inquieta al lector. Transcribo las primeras líneas de una de sus primeras novelas, Brighton Rock, rescatada en una fina edición por Libros del Asteroide (2022). La traducción es de Miguel Temprano garcía.

Hale supo que querían asesinarlo cuando no llevaba ni tres horas en Brighton. Con sus dedos manchados de tinta, las uñas mordidas y su actitud cínica y nerviosa, cualquiera podía darse cuenta de que estaba fuera de lugar, de que no encajaba con el sol de principios de estío, el viento de Pentecostés que soplaba del mar o la multitud de veraneantes. Llegaban en tren desde Victoria cada cinco minutos, bajaban traqueteando por Queen’s Road a bordo de la imperial de los pequeños tranvías locales, se apeaban en multitudes confusas bajo el aire fresco y brillante; en los muelles brillaba la nueva pintura plateada, las casas de color crema se extendían hacia el oeste como en una desvaída acuarela victoriana; una carrera de coches en miniatura, una banda que tocaba, jardines floridos en primera línea, un avión que anunciaba algo bueno para la salud con nubes claras y evanecentes en el cielo.

A Hale le había parecido facilísimo perderse en Brighton. Aparte de él, otras cincuenta mil personas habían ido allí a pasar el día, y durante un buen rato se dedicó a disfrutar del buen tiempo y a beber ginebra con tónica mientras su horario se lo permitió. Porque tenía que ceñirse estrictamente a su horario: de diez a once, Queen’s Road y Castle Square; de once a doce, el Acuario y el muelle del Palace; de doce a una, el paseo marítimo entre el Old Ship y el muelle del Oeste; de vuelta para comer, entre la una y las dos, en cualquier restaurante de las cercanias de Castle Square, y luego tenía que bajar por el paseo hasta el muelle del Oeste y volver a la estación por las calles de Hove. Estos eran los límites de su absurda y muy pregonada ronda.

Anunciado en todos los carteles del Messenger: “Kolley Kibbet, hoy en Brighton”. En el bolsillo llevaba un mazo de tarjetas para dejarlas en sitios ocultos a lo largo de su ruta: quienes las encontraran recibirían diez chelines del Messenger, pero el primer premio estaba reservado para quienquiera que abordara a Hale con las palabras adecuadas y un ejemplar del Messenger en la mano: “Usted es el señor Kolley Kibber: Reclamo el premio del Daily Messenger”.

Ese era el trabajo de Hale, hacer su ronda, hasta que alguien lo liberase, en todas las ciudades costeras, una detrás de otra: ayer Southend, hoy Brighton, mañana…

Apuró la ginebra con tónica a toda prisa cuando el reloj dio las once y salió de Castle Square. Kolley Kibber siempre jugaba limpio, siempre llevaba el mismo tipo de sombrero que en la fotografía publicada por el Messenger, siempre era puntual. El día anterior, en Southend, nadie lo había identificado: al periódico le gustaba ahorrarse unas guineas de vez en cuando, pero no muy a menudo. Hoy, su deber, y también su inclinación, era que alguien lo identificara. Tenía motivos para no sentirse demasiado seguro en Brighton, ni siquiera entre la muchedumbre el día de Pentecostés.

 

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