Como producto de la reflexión del historiador griego Tucídides, en la antigüedad la tarea diplomática se interpretó como la búsqueda del acuerdo moral sobre una conducta “correcta” derivada de dogmas religiosos. Desde entonces, la experiencia histórica y el desarrollo progresivo de la ley han venido modificando dicha tarea, en aras de la atención de eventos siempre disímbolos. Con base en ello y en el amenazante contexto de hoy, donde las diversas formas de conflicto y guerra son cotidianas, la diplomacia es el medio que permite definir condiciones para la paz, con base en la persuasión, el compromiso y la amenaza del uso de la fuerza (Morgenthau, 1959).
En un mundo frágil, la diplomacia es correa de transmisión de textos, mensajes y documentos legales entre protagonistas que comparten objetivos de paz, guerra o cooperación. Su utilidad deriva de la capacidad que tiene para acercar posiciones y aminorar o eliminar las desavenencias que pudieran tener los estados soberanos cuando compiten o contienden entre sí por diversas razones. Para obtener buenos resultados, los actores diplomáticos (personas, instituciones, organismos y estados) deben conducirse de buena fe, sin secrecía y con el respaldo que brinda el respeto a lo acordado. Solo así se genera confianza, se estimula el diálogo y se logran compromisos convenidos y aceptados por todas las partes. Paradójicamente, a pesar de la apuesta a favor de la solución de disputas por vía diplomática, la paz sigue siendo el control selectivo de la violencia, guerra pactada o periodo fingido entre dos conflictos.
Digital, cultural, deportiva, empresarial, educativa, consular, feminista, pública, efectiva, de defensa, bilateral o multilateral, la diplomacia es área especializada de las Relaciones Internacionales, con expresiones en la Economía, la Ciencia Política, el Derecho y la Filosofía. Como avío sensible de los organismos multilaterales y de la política exterior de los estados, debe ser desplegada de manera intuitiva, con información, sagacidad, discreción y espíritu de colaboración. La diplomacia es consustancial a la promoción del interés nacional y colectivo, definidos o no en términos de poder. Por ello exige inversión económica y en recursos humanos capacitados para trabajar a favor de una genuina civitas gentium (Kant). En una globalización polarizada, donde la paz no es pacífica, urgen diplomáticos que se desprendan de la espada como ornamento y que abracen a la diosa Irene y sus ramos de laurel.
Ante amenazas reales o potenciales, la diplomacia no se lleva con la ingenuidad ni con la idea de que en política las cosas son como son. La experiencia es aleccionadora: el 30 de septiembre de 1938 el Primer Ministro británico, Neville Chamberlain, afirmó que la Declaración Anglo-Germana (1935) y el Acuerdo de Munich (1938) garantizaban “la paz para nuestro tiempo”. Leyó mal y se equivocó. Poco después, Europa se enfrascó en la Segunda Guerra Mundial. Desde entonces y porque el paso del tiempo genera olvido, muchas personas, en especial las nuevas generaciones, erróneamente asumen que la paz es un bien gratuito, en la antiquísima fórmula de Jano. No es así. Sin piso parejo y creciente ilegitimidad del liderazgo internacional, es tiempo para dejar atrás la idea de que los lazos que se estrecharon con esa magna guerra se afianzan en la paz. La buena diplomacia debe crear un nuevo entendimiento global, distinto al de San Francisco. Es un reto a la conciencia, que demanda hacer de la paz norma y de la guerra excepción.
El autor es internacionalista y Doctor en Ciencias Políticas.