En el devenir histórico mexicano la idea de la Nación ocupó el lugar central para la amalgama de la sociedad gestada en la colonia novohispana que, en la era del mundo de los Estados-Nación, se independizó y alcanzó el rango de Estado. En la relación con las potencias europeas del siglo XIX y el fusilamiento de Maximiliano de Habsburgo se consolidó la Nación y, de la mano, la figura presidencial como la más significativa para conducirla, incluso por encima de la ley, como lo practicaron Benito Juárez y Porfirio Díaz.
La Revolución estalló por el reclamo político, pero transitó en las coordenadas de la cuestión social, de raíz profunda y postergación de respuestas casi una centuria. Al final, la presidencia se afirmó como el eje del sistema político y el presidente de la República como el actor fundamental para concretar la oferta de derechos sociales: educación pública, tierra para la población campesina y condiciones mínimas para los trabajadores.
En los grandes entendimientos nacionales se dibujaron, consolidaron e integraron dos: la hegemonía política temporal del Ejecutivo en turno como espacio de concentración de poder y de las decisiones políticas, y la conformación del partido heredero del triunfo e ideales revolucionarios como espacio para la formación, actuación, circulación y renovación de la clase política. Inclúyase en esa evolución la ubicación de las Fuerzas Armadas como instituciones del régimen para afianzar la pervivencia de éste y de esos entendimientos.
Por un lado, la pluralidad soterrada, por otro el endurecimiento de la conducción dominante que imperaba y por uno más la erosión de la legitimidad post-revolucionaria, condujeron paulatina pero insistentemente a la apertura política y el reencuentro con la lucha originaria del sufragio efectivo. La reclamación democrática se instaló como el eje de la modificación del sistema político: elecciones auténticas, competidas y justas, formas democráticas para el ejercicio del poder y la aspiración de la rendición de cuentas por quienes lo detentan.
Sin duda las ideas conforman la fuerza más poderosa para el movimiento de las comunidades, y su socialización a través de los diversos medios disponibles es el vehículo para promoverlas, afianzarlas y hacerlas rectoras. Así como la hegemonía post-revolucionaria cedió primero y, luego, sucumbió ante la reivindicación del sufragio auténtico de la ciudadanía con autoridades electorales autónomas e imparciales, durante el gobierno de Andrés Manuel López Obrador hemos presenciado -y padecido o disfrutado, donde se ubique cada quien- un ejercicio singular, metódico e implacable de propaganda política en torno a una idea: la cuarta transformación de la vida nacional.
No importa tanto en qué consiste, sino el camino que crea para convocar voluntades y homologar actitudes y comportamientos políticos. Es la idea de una nueva etapa tan gloriosa o significativa como las ya enraizadas de la Independencia, la Reforma y la Revolución. ¿Qué idea queda erosionada? La idea reformadora y fundadora del pluralismo democrático. La transición a la democracia -se afirma desde Palacio Nacional- no es un triunfo de la ciudadanía, sino el sustento de los entendimientos de las cúpulas de poderosos para mantener el statu quo con el credo del neoliberalismo.
En la polarización los unos y los otros no están llamados al diálogo bajo premisas de igualdad y pertinencia de las propuestas, porque la exclusión o la irrelevancia son la moneda de cambio para la amalgama o la asimilación; y de vuelta a la rectoría hegemónica. Sí, en gran parte, es la restauración del presidencialismo sin controles constitucionales, no porque no existan sino porque son ineficaces por captura desde el Ejecutivo, y otras capacidades políticas por encima de las normas.
A raíz de un proceso electoral con notorias irregularidades, pero no atendidas por los órganos que deberían haberlo hecho, ajeno a condiciones de equidad por la propaganda y el dinero de que disfrutaron las candidaturas oficiales y cuyo resultado inevitable se había instalado en la mente de la ciudadanía, en el breve período del 2 de junio para acá hemos podido presenciar la fortaleza de la propaganda para apuntalar todavía más la idea de la gesta transformadora y su épica triunfante.
Dos componentes obvios: (i) la legitimidad democrática de la elección presidencial por el número de votos tan distantes entre la candidata oficial y la candidata opositora, restándose por completo el peso de las condiciones de la competencia; y (ii) la asignación de las diputaciones de representación proporcional para los partidos de la coalición Morena, PVEM y PT, no como resultado de la voluntad popular sino del mayor ingenio para conferir triunfos de Morena a sus aliados y compensarlos con las plurinominales. Se aprecia una cierta contradicción: los votos sustentan el triunfo en la presidencia (59 por ciento) y ante menos votos para las diputaciones (54 por ciento) los emitidos a favor de la mayoría “valen” más o son más productivos.
Lograr el imperio de ambas ideas lleva a una más: se ha otorgado un mandato para hacer del régimen de la transformación un nuevo constituyente. Las iniciativas del fundador del movimiento y las propuestas complementarias de quien lo sucederá en el cargo han de llevarse a la Constitución, sin que sea necesario ni relevante el acuerdo o siquiera el punto de vista de las minorías. La derivación es relevante porque se quiebra una idea que parecía bien afianzada en la normativa del sistema político y de su base electoral: la igualdad esencial de todas las personas y el valor exactamente igual del voto de cada uno.
Es cierto que en el agregado de los votos el efecto de los emitidos lleva a consecuencias distintas para quien sufragó de una forma y quien votó de otra, pero en la combinación del resultado de la elección presidencial y la pretensión de dar la vuelta a los límites constitucionales para que las reformas a la Ley Fundamental no requieran acuerdos con las minorías, lo que en realidad se pregona es que la mayoría puede decidir por la totalidad de la ciudadanía, aquellas personas que le confirieron su representación y aquellas que se la confirieron a otras opciones políticas.
En la incesante lucha de las ideas por la mente de las personas, la idea democrática en la tradición occidental de acceso al poder mediante comicios libres y equitativos está siendo derrotada por la idea del poder del líder que representa al pueblo. Una apela a la ley y otra a una persona. En la transición a la democracia el sistema de partidos no hizo su parte para construir ciudadanía en torno a la idea del imperio de la ley y la propia democracia. Superar el populismo en una presidencia sin controles orgánicos efectivos aconseja reconstruir el sistema de partidos y establecer los referentes de una nueva narrativa capaz de capturar las mentes de la ciudadanía.
Por lo pronto, el dilema será al interior de la nueva hegemonía en edificación: ¿presidencia tutelada?, ¿respeto a quien se eligió para recibir la estafeta? El beneficiario principalísimo de la propaganda parece no ceder. Generará tensiones.