Dentro de la idea de la sujeción del poder a la ley o la conformación de un Estado de Derecho, los frenos y los contrapesos orgánicos han ocupado un espacio central. De la concentración a la separación; de la arbitrariedad a la legalidad; de la ausencia de responsabilidad a la rendición de cuentas. Todo en aras de la consideración de la persona como titular de derechos por el simple hecho de ser y el compromiso de su respeto con base en la organización de la vida en comunidad.

En el diseño y la estructura de ese compromiso, los Estados-Nación señalaron los valores y principios que los sustentan en textos para fundar y dar sentido a su convivencia: constituciones. Condensadas en un texto fundacional, como la estadounidense de 1787 o la francesa de 1791, o en las normas dispersas en varios textos y su relevancia política, como la británica.

La cuestión de fundar al Estado y adoptar las reglas para normar el poder de ahí para adelante trajo aparejada una idea política adicional: la Constitución es suprema; impera, sobre todo; nada está por encima de ella; sujeta a los poderes que crea y a las personas que los ejercen.

Y, desde luego, una cuestión de consecuencia ineludible, ¿quién, cómo, cuándo y para qué estará autorizado a modificar la norma fundacional suprema? En el pensamiento expuesto por Thomas Jefferson, la generación que ha convenido el establecimiento de las reglas para la convivencia en la sociedad no puede privar a las generaciones futuras del derecho a modificarlas.

Bajo esta lógica, las constituciones suelen prever que las reformas a sus textos cumplan con requisitos más exigentes a los establecidos para crear las leyes que le están subordinadas; en palabras de James Bryce, una rigidez propia por la naturaleza de sus normas. Si la expedición de la Constitución es producto de un momento político y social irrepetible que ha articulado la voluntad de la comunidad nacional, las modificaciones futuras han de requerir una forma propia para identificar y constatar esa nueva voluntad política.

En el artículo 135 de nuestra Constitución se previó la interacción orgánica de la Federación y las entidades federativas para su modificación: un decreto aprobado sucesivamente por las dos terceras partes de quienes acudan a sesionar a las cámaras federales y por la mayoría de las legislaturas locales. El concurso de toda persona con representación popular en un órgano legislativo federal o local, con mayoría reforzada en el Congreso General.

Ante el tristemente grave desarrollo de la sesión del Senado del 10 al 11 de septiembre en curso es indispensable retornar al atropello de los valores y principios constitucionales que implicaron las determinaciones mayoritarias en el Consejo General del INE y la Sala Superior del Tribunal Electoral para otorgar a la coalición de Morena, PVEM y PT una representación no sustentada en la auténtica expresión de la voluntad popular el 2 de junio último para la integración de la Cámara de Diputados; le obsequiaron al régimen la posibilidad de superar el límite del acuerdo entre mayoría y minorías para modificar las normas constitucionales.

No obstante, el límite a la mayoría calificada en el Senado subsistía a la luz del resultado electoral y las impugnaciones resueltas: faltaban tres integrantes del pleno para lograr las dos terceras partes (86) si nadie se ausentaba. No vale llamarse sorprendidos; con todo cinismo el régimen avisó que conseguiría los votos faltantes. Primero los ex perredistas Araceli Saucedo y José Sabino Herrera, de las primeras minorías en Michoacán y Tabasco, luego el intermedio sobre si 85 puede interpretarse como las dos terceras partes de 128, y finalmente el escenario de un ausente no reemplazable (Daniel Barreda de MC) y la “conversión” de un opositor (Miguel Ángel Yunes Márquez del PAN).

No pienso que alguien deba explicar algo, incluso el patético dirigente nacional del PAN. Las cosas como son. Está claro lo ocurrido. Vale apreciar la realidad para colegir dónde estamos parados: severa descomposición política que da paso a la arbitrariedad extrema en el acceso al poder, su ejercicio y su justificación sin necesidad de rendir cuentas.

Por supuesto que estaba en la línea el contrapeso de la función judicial con tribunales imparciales y competentes; el control orgánico de la judicatura en la Federación y las entidades federativas. Sin embargo, había mucho más en la disputa por la Nación: el órgano para reformar la Constitución y la representación minoritaria formalmente necesaria para reclamar el apego de las leyes a la Norma Suprema.

Para la pluralidad política de nuestra sociedad se ha perdido el más alto control sobre el poder constituido; con el fraude a la Constitución para integrar la Cámara de Diputados y el ejercicio de la amenaza, la intimidación, la dádiva y el otorgamiento de favores “políticos” para lograr la mayoría calificada en el Senado, el poder en turno podrá actuar sin ningún límite a su voluntad.

A lo largo del período presidencial por concluir hemos presenciado tanto la permanente actuación de su titular por dominar el escenario electoral y la obtención de cargos de representación popular para las candidaturas de su movimiento, sin reparar en ilegalidades e irregularidades que suelen diluirse e incluso olvidarse. También hemos observado la pertinaz insistencia en lograr la captura de todo espacio de poder y de gestión pública con autonomía y funciones de dirección política en su campo o de control sobre alguna tarea pública.

Esos comportamientos, en un contexto de polarización excluyente de la pluralidad y de vocación por mantener la ruta más allá del tiempo del mandato recibido, anuncian no sólo el tránsito de las demás iniciativas de reformas constitucionales propuestas en febrero último (desaparición de organismos constitucionales autónomos, militarización de la seguridad pública y otras áreas de gestión civil, ampliación de la prisión preventiva de oficio, entre las más delicadas para las libertades y derechos de las personas), sino la aparición de otras, como el fin de la autonomía del Banco de México.

Había embriaguez de poder el 3 de junio. Hoy la hay más, como lo acredita el grotesco tránsito de la minuta en los Congresos locales, donde se ha votado no con dispensa de las lecturas sino con dispensa de conocimiento. Como si la simulación fuera necesaria al poder sin límites.