A la memoria de René Avilés Fabila

 

¡Qué duda cabe que la obra de Franz Kafka (Praga, 1883-Klosterneuburg,1924) permanece incólume, como una de las columnas vertebrales de la literatura contemporánea! Uno de los narradores por excelencia del siglo XX, con obras maestras como La metamorfosis, El proceso y El castillo se descorrió el velo de un nuevo universo literario, el propiamente kafkiano, cuya notable influencia todavía permea sin dilación, a una centuria de su muerte. Hablar de Kafka es traer a colación a uno de los escritores más influyentes de todos los tiempos, capaz de abrevar en su genio todas las fuentes pretéritas, contemporáneas a él y hasta futuras, conforme en su invaluable legado se avizoran también, a manera de presagio, otras voces que el elegido vidente se adelantó a pronosticar.

Famosa es por ejemplo aquella alocución bretoniana de quien por otra parte siempre reconoció en la herencia kafkiana una de las simientes más provechosas en la construcción del Surrealismo, cuando estando en nuestro país se atrevió a afirmar, en una descripción por demás elocuente de nuestra idiosincrasia y de nuestra imposibilidad de sorprendernos ya con cuanto aquí puede llegar a pasar del diario, y que en realidad corresponde a prácticamente toda América Latina: “Si Kafka hubiera nacido en México, habría sido un autor costumbrista y no surrealista…”

Y es que la sensibilidad y el talento del también autor de América supo profundizar y vislumbrar mejor que nadie el maremágnum por demás entreverado y enloquecido del “mundo burocrático”, o lo que sería mejor decir, del “mundo burocratizado”, con entelequias de autoridad y leyes del absurdo que terminan por ponerse por encima y devorar a sus propios creadores, porque “así son las reglas y nada se puede hacer contra ellas”. De un ambiente familiar represivo a un esquema burocrático de igual modo aterrador y castrante, donde toda posible individualidad pierde su esencia y su rostro, se desdibuja, Kafka creó un universo del absurdo cuya naturaleza paradójica estriba precisamente en su carácter de factibilidad, de lo inoperante posible, convirtiéndose así en espejo más que fidedigno de una realidad dominada por la propia condición incomprensible del ser humano y cuanto este transforma o modifica.

Una deslumbrante visita a la ciudad natal de Kafka en 2012, a su tan amada como odiada Praga, con entrañables cómplices de ruta (el siempre recordado René Aviles Fabila, su viuda Rosario Casco Montoya, mi esposa Susana Rodríguez Cervantes, y mis casi hermanos Armando González Tejeda y su esposa Ana Anabitarte), me confirmó aquella expresión de Johannes Urzidil: “Franz Kafka era Praga y Praga era Franz Kafka…” Y más allá de lo que de la metrópoli habitada por el escritor quede, de lo que trascienda de ella a través de sus obras en donde es no sólo espacio sino también personaje, el narrador está prácticamente en todas partes, como sustancia y objeto, por desgracia más en lo segundo que en lo primero, porque esa hermosa y gran ciudad de aparador que es la capital bohemia ha sucumbido de igual modo a los caprichos de la mercadotecnia, y con ella su mayor escritor por antonomasia. Está presente en su nomenclatura, en sus espacios, en los lugares ah hoc que recuerdan a su hijo predilecto y el espíritu de sus obras (además del Nuevo Cementerio Judío donde se puede visitar su tumba y la ya referencial escultura de Jaroslav Róna a la vuelta de la Sinagoga Española, el Museo Franz Kafka, por ejemplo, en una de las tantas casas que habitó, como la casi liliputiense del Casco Antiguo, la del número 22 en la zona del Castillo), pero lo mismo en infinidad de productos y souvenirs que se venden en cada esquina, algunos con mayor fortuna que otros: camisetas, plumas, tazas, cajas de cerillos, pisapapeles, corbatas, etcétera…

Pero para quienes de una u otra forma tenemos algún contacto con la literatura, no deja de emocionarnos que sea precisamente un escritor, un personaje de “la alta cultura cada vez más en riesgo”, como escribió Mario Vargas Llosa en su lúcido y demoledor gran ensayo La civilización del espectáculo, quien despierte esta pasión sin fronteras, por desgracia en los más de los casos al margen de un conocimiento siquiera superficial de la propia obra kafkiana, que en principio es la razón de ser de un personaje que trascendió precisamente a través del qué y el cómo plasmados en su inusitada creación literaria.

Al margen de esta despiadada mercadotecnia de la que es objeto el autor de ese documento de prístina y aterradora revelación que es la Carta al padre, en un mundo globalizado por desgracia cada vez más absorto en la epidermis y no en la esencia, Franz Kafka sigue siendo uno de los escritores más estudiados y reeditados, en un atento culto que desde hace muchos años se ha extendido prácticamente por todo el mundo; ahí está, por ejemplo, la bellísima e ilustrativa guía literaria de Harald Salfellner, Franz Kafka y Praga. En América Latina, por la paternidad arriba mencionada que incluso nos hace suponer que tiene mucho más que ver con este lado del mundo que con aquel, por encima de la puntual y famosa expresión bretoniana, lo cierto es que Kafka y su obra siguen en el centro del interés documental y filológico, abierto y extendido incluso a muchos otros campos de estudio e investigación donde tanto la personalidad del escritor como la sólida sustancia de su obra mantienen una poderosa irradiación, porque siguen revelándonos nuevos eslabones y matices, como una especie de inagotable Faro de Alejandría. Ya escribió el recientemente desaparecido Milan Kundera, esa otra K de Praga como bei escribió nuestro narrador por excelencia Carlos Fuentes en su prólogo a La vida está en otra parte (entre otros puntos en común, además de su coterraneidad, a los dos se les negó absurdamente el Nobel, entre otras de las muchas pifias de este casi siempre controversial premio: Tolstói, Zola, Joyce, Virginia Woolf, Borges, Italo Calvino, Cásar Vallejo, etcétera), que Kafka nos descubrió un ángulo de nuestra existencia hasta antes de él apenas adormecido a los ojos de la razón, si acaso esbozada por el genio de Freud. Pero más allá de estos monumentales yerros y omisiones, Franz Kafka permanece ––y permanecerá–– vigente en su cardinal legado, como parteaguas literario-poético ineludible, y Praga, su ciudad, constituye un maravilloso pretexto tras la búsqueda de un extraordinario escritor que ha contribuido a descubrirnos el mundo y a iluminarnos el alma.