David Martín del Campo (CDMX, 21 de enero de 1952) vuelve a cerrar un círculo con su novela más reciente, Daños a terceros (Universo de libros, 2024). Al final del siglo XX y con el mar de fondo, un grupo de preparatorianos cruza la línea de la sensatez con desenlace fatal. De manera fortuita se encontrarán con sus pares de principios del mismo siglo, protagonistas de una increíble cruzada de explotación ballenera de consecuencias fatales. Los hechos ocurren con casi cien años de diferencia, en una playa de Oaxaca, por un lado, y en una isla del Pacífico, pretendido enclave ruso, por el otro. Acción, suspenso, memoria y guiños literarios, esta historia es también una mirada a la bitácora del desastre ecológico actual. Transcribo las primeras líneas.
“Pinche Simón, no mames”. Qué más decirle. Su amigo había devorado el yogurt en cuatro cucharadas y ahora, con total desparpajo, arrojaba la palita de plástico al vacío. De durazno, Danone, su favorito. ¿Me lo sostienes un rato? Ahora la cucharita se precipitaba en mitad de la noche. ¡Cómo se llama la cañada esa? Los amigos viajaban sobre la canastilla del camión de segunda, era más barato, bamboleándose por aquel camino de pavimento devastado. ¿Cañón de Laachila? ¿Zoquitlán? Nunca lo sabrían.
Oaxaca es la joya primitiva del país. Enraizada en el pretérito milenario, corresponde a la provincia “más original”, rezan los folletos turísticos. Nación de mixtecos y zapotecos, huaves, zoques, mixes y mazatecos. Como si la conquista de los Asturias no hubiera hollado aquel territorio de montaña y despeñaderos. Así transcurría el camión a lomo por la cordillera, con el vaivén de un elefante, a no más de sesenta por hora. “Por ahí no, por ahí no”, volvió a regañarlo. ¡Me estás pisando la mano, zoquete!”, pero su amigo, luego de media pachita de mezcal, ni se enteraba.
Una hora atrás, apenas dejaron la ciudad de Oaxaca, habían optado por trasladarse a la canastilla del techo donde viajarían más holgados. Reposaban tendidos entre costales de café, huacales con mangos, un atado de gallinas que a ratos cacareaban. Y la pachita de mezcal, con marbete provocador: “Recio Monte, Santiago Yosondúa”. Que al amanecer arribarían a la playa, había prometido el conductor, así que la tibieza de la noche, y el cabeceo del vehículo, serían su arrullo. Además, el resplandor de la luna les brindaba una vista majestuosa; la cordillera en tinieblas. “Mejor así, ¿no crees?” No creo qué, Simón. “Mejor que los de abajo, pescando piojos”, porque los otros amigos del grupo —Mateo Sosa, Margot y su hermano Wenceslao—, habían desistido de ese riesgoso desafío y viajaban adormilados, seguramente junto a una docena de campesinos acarreando sus mercancías al mercado de Tangolunda, la playa de moda.
Simón Sosa era el mejor amigo de Alejandro Malpartida. Compañeros desde la secundaria, habían compartido trabajos finales y maquetas, un viaje de retiro espiritual a San Luis Potosí, el gusto de haber inventado un lenguaje secreto para los SMS que se enviaban a cada momento: “ntlj” era no te la jales; “pum”, ¡pá’su mecha!, y “qbch”, qué buenas chichis. Un idioma particular, exclusivo, que les quitaba horas y horas de su vida personal.
Novedades en la mesa
El canibalismo que precede al desastre de la hambruna, en la novela de la argentina Agustina Basterrica, Cadáver exquisito (Alfaguara 2020).