La globalización se asemeja al periodo de entreguerras. Entonces, la Sociedad de Naciones puso a prueba la eficacia de sus herramientas para lidiar con las consecuencias generadas en Europa por las sanciones establecidas en el Tratado de Versalles en contra de Alemania. En esa época se daba por hecho que el bienestar de los triunfadores de la Primera Guerra Mundial, era la base más sólida para el progreso de los demás pueblos. En sintonía con tesis de Hegel, Spencer y Darwin, entre otros, se construyeron narrativas para reafirmar la razón moral de los primeros, en detrimento de los segundos. Esa fue, probablemente, la presunción que marcó el principio del fin de la Sociedad de Naciones, cuya pretensión utópica de erigirse como entidad supranacional efectiva, se diluyó ante la insalvable dificultad de armonizar intereses nacionales competitivos con la pobreza y el colonialismo en áreas periféricas. La historia es clara. En el Viejo Continente el poder militar se impuso y desplazó al Derecho Internacional, entre otras razones por su idealismo y por la incapacidad de la comunidad de naciones para hacerlo cumplir, siguiendo la polémica máxima de que lo justo es bueno (ex aqueo et bono).
Vistos en retrospectiva, esos eventos son referente para no repetir errores y consolidar una sociedad global articulada alrededor de convicciones jurídicas coincidentes. Para ello es menester hilvanar un concepto de la paz fundado en el Derecho, pero también en un acuerdo político renovado que integre consensos y legitime el equilibrio del poder que se requiere para desactivar focos de tensión que polarizan regiones y al mundo. En tiempos distintos a los de la Guerra Fría, el sentido común indica que la estabilidad y permanencia del sistema multilateral debe acompañarse de mecanismos de cooperación idóneos para atender rezagos sociales vergonzosos. En cualquier caso, hay que proceder con cautela, porque a diferencia de lo sucedido en el citado periodo entreguerras, hoy existen armas de destrucción masiva que, ante ánimos exacerbados y falta de acuerdo, podrían derivar en una conflagración universal, con el riesgo que ello conlleva para todos.
Es hora de apostar por una reforma estructural, de fondo, del entramado institucional heredado de la Conferencia de San Francisco de 1945. Con los altibajos y desencuentros que propician las políticas del poder, cualquier ajuste a la convivencia mundial deberá ser pacífico y gradual. Deberá, idealmente, reflejar los contenidos de una agenda de seguridad ajena a dilemas de corto plazo y que otorgue prioridad al desarrollo sostenible. Por ello, siguiendo la hoja de ruta del Pacto del Futuro aprobado por la ONU, conviene identificar la fórmula que armonice nuevas modalidades de ejercicio y equilibrio del poder con el Derecho y la moral internacionales. A esta tarea intelectual debe asignarse la más alta prioridad.
El planteamiento puede parecer utópico, porque el Derecho Internacional se observa de buena fe y carece de obligatoriedad. No obstante, hay que insistir en la relevancia de alcanzar ese nuevo acuerdo político para la buena conducción de los asuntos públicos mundiales. Sin desconocer factores reales de poder, este acuerdo habrá de respetar la igualdad soberana de los Estados, fomentar el desarrollo integral y permitir una mejor cohesión de la comunidad de naciones. Porque la situación es delicada y habla por sí misma (Res ipsa loquitur), urge conciliar intereses para proteger al género humano de sus propias incongruencias y amenazas.
El autor es internacionalista y doctor en Ciencias Políticas.


