Al parecer Manuel Vicent (España, 10 de marzo de 1936) imaginó su primera crónica a los cinco años y no ha dejado de narrar la vida. Transcribo las primeras líneas de su más reciente libro Una historia particular (Alfaguara 2024).
La vida, como el violín, sólo tiene cuatro cuerdas: naces, creces, te reproduces y mueres. Con estos mimbres se teje cada historia personal con toda una maraña de sueños y pasiones que el tiempo macera a medias con el azar. Después de rascar y rascar con el arco las cuatro cuerdas de este violín, algunos escritores extraen grandes melodías en forma de novelas y relatos llenos de personajes que proceden de su imaginación. Yo no llego a tanto. A mí sólo me gusta contar lo que he visto, lo que me ha pasado, la gente a la que he conocido, los sucesos que he presenciado. Pero, sin duda, a la hora de escribir lo más inquietante es lo que uno tenía sumergido en la memoria, tal vez en el inconsciente, bajo la tapa de la quesera, y que de pronto aparece en la página en blanco como ese insecto deslumbrado en la oscuridad de la noche que uno descubre aplastado en el parabrisas al final del viaje.
Un día, el escritor Bioy Casares, durante las dos horas que estuve con él tomando un té en su casa de la Recoleta en Buenos Aires, me pidió que no le hablara de literatura. Sólo estaba dispuesto a conversar sobre perros, coches, música, mujeres, deportes, viajes. Así lo hice. De hecho, a través de los perros que había tenido, de los coches que había conducido, de los viajes que había realizado, de las partidas de tenis que había jugado, de las mujeres a las que había amado o seducido, supe más de su vida que en los libros suyos que había leído. Al final me di cuenta de que, en realidad, no habíamos hablado más que de literatura transformada en la salsa concreta de la vida. Cada historia particular está compuesta por un millón de nudos a merced del azar. Por muy vulgar y anodina que sea esa historia, cada nudo constituye una gran encrucijada. Olvidas el paraguas, vuelves al bar a recuperarlo y allí te encuentras con una mujer que va a torcer tu destino.
Sucede a menudo que hay escritores que ya lo son sin haber escrito un solo libro. La primera vez que sentí que un día éste sería mi oficio fue debido al olor a salitre y calafate que despedía una barca varada en la playa donde mis padres veraneaban. Era una barca humilde de pescadores. Tumbado en la arena, a su sombra, con toda la luz del mediodía reverberando en mis párpados cerrados, imaginaba que yo era capitán e iba en ella rumbo a la isla del tesoro. Tenía quince años y acababa de leer la novela de Stevenson, pero en ese momento para mí significaba lo mismo leerla que escribirla. Otras veces era el silbido del tren que cruzaba la oscuridad de la noche; siempre lo oía desde la cama cuando estaba a punto de vencerme el sueño. Pensaba que algún día ese tren me llevaría muy lejos, hacia países exóticos donde habría tigres y elefantes, papagayos, misioneros, cazadores, aventureros e indígenas en taparrabos cantando en torno a una hoguera. Bastaba con un cuaderno y un lápiz para ser escritor, porque la historia ya estaba escrita al despertar por la mañana al final del sueño. Las barcas, los trenes, la pantalla llena de héroes a caballo que veía en el cine Rialto del pueblo no eran sino formas de escapar, de realizar un largo viaje fuera de mi cabeza. Los niños y adolescentes que sueñan con escribir tienen el alma dividida: una mitad huye y la otra se queda en casa, y sin salir de su habitación, tumbados en la cama, crean un mundo imaginario.