El entorno mundial es volátil y a diario se desconfiguran los equilibrios y acuerdos que guían, cada vez con menos acierto, la acción de los organismos multilaterales. El desarreglo pasa por el creciente desprecio al Derecho Internacional y por la aceptación de la comunidad de naciones de que la paz y la guerra son realidades históricas pactadas. De esta forma, en un mundo polarizado, la crudeza del realismo político se impone al idealismo y sus aspiraciones éticas. Con ánimo de arreglar el estado de cosas, los intelectuales formulan propuestas de cambio utópicas o asociadas a intereses, en un juego perverso donde los diplomáticos profesionales son testigos y víctimas de las discordias causadas por los políticos.
Hay mucho en riesgo en el capítulo de la seguridad global, que ahora adolece de los consensos que le dieron fuerza en la Guerra Fría. Esta orfandad nutre desencuentros de gobernanza en diversas regiones debido al flujo inestable de la buena comunicación que debe existir entre política y diplomacia para controlar al poder y fomentar la paz. Como resultado, la transformación virtuosa del mundo por la vía del Derecho, el diálogo y el estímulo a la cooperación para el desarrollo, cede ante una globalización de competencias desleales, que avanza intereses unilaterales y erosiona el concepto tradicional de soberanía. Así las cosas, en su legítimo afán de sobrevivencia, los estados del Sur Global se ven en la necesidad de incrementar su seguridad y, como efecto no deseado, detonan dinámicas de competencia militar que los predisponen al conflicto y pavimentan el camino a otro de dimensión universal.
En las relaciones internacionales el poder suave no siempre ha sido capaz de traducirse en diplomacia efectiva, entre otras razones porque la paz invariablemente se ha construido alrededor de la amenaza y del ejercicio efectivo del poder duro. Dicho de otra manera, lo que hoy acontece es la cruda confirmación del realismo político, es decir, de que lo que está en juego no es quién gana, sino quién gana más sin importar cómo y de paso se impone. De esta manera, se confirma lo que hace ya tanto tiempo señalaba Tucídides en su análisis de la Guerra del Peloponeso entre Atenas y Esparta: el poderoso hace lo que puede (se impone) y el débil lo que debe (acepta).
Ante este planteamiento, la pregunta evidente es qué se puede hacer para revertir una forma de convivencia donde la principal amenaza a la paz y la seguridad son las propias potencias. La respuesta parece ser de naturaleza empírica y estar asociada a la habilidad de los países del Sur para contrarrestar amenazas hegemónicas con diplomacias efectivas sustentadas en alianzas creíbles, que potencien las capacidades de quienes las conforman. Por la vía de la persuasión, tales alianzas pueden oponerse a los intereses de los poderosos con iniciativas de fomento a una idea alternativa de paz y seguridad, asociada al desarrollo. En efecto, la influencia de muchos tiene potencial para establecer consensos basados en una interdependencia constructiva, que desacelere la injusticia económica y la polarización política.
Henry Kissinger decía que el mundo era bipolar en lo militar, multipolar en lo político y fragmentario en lo económico. Hoy ese diagnóstico cambió porque se ha impuesto la unipolaridad. No obstante, el ya citado desarreglo de las relaciones internacionales es un llamado de atención a las comunidades académicas y diplomáticas para que, como pensadoras y creadoras de paz y seguridad, identifiquen fórmulas que contengan los peligrosos impulsos de quienes aspiran a revivir la tesis según la cual, en caso de una guerra nuclear, habrá vencedores, aunque estos sean el jinete del Apocalipsis.
El autor es internacionalista y Doctor en Ciencias Políticas.