Selma Lagerlof (Suecia 20 de noviembre de 1858-16 de marzo de 1940). Sedentaria por una deficiencia congénita en la cadera, fue lectora y escritora precoz. A los 12 años de edad escribió su primer poema, y en 1909 fue la primera mujer en recibir el Premio Nobel de Literatura. Feminista, académica de la lengua y luchadora social (vendió su medalla del Premio Nobel para apoyar a la resistencia finlandesa durante la segunda Guerra Mundial), una decena de sus historias se han adaptado al cine, y entre las más populares está su libro para niños El maravilloso viaje de Nils Holgersson, de la que transcribo las primeras líneas.

EL DUENDE. Domingo 20 de marzo. Érase un muchacho de no más de catorce años, alto, piernilargo, de cabellos rubios como el cáñamo. Pero el chico no servía para nada. Dormir y comer eran sus ocupaciones favoritas; era también muy dado a juegos en los que demostraba ciertas inclinaciones perversas.

Un domingo, sus padres se disponían a ir a la iglesia; el muchacho, sentado sobre un ángulo de la mesa, se regocijaba al verles a punto de partir, pensando en que iba a ser dueño de sí durante un par de horas.

—Cuando se vayan —pensaba— podré descolgar la escopeta y hacer un disparo sin que nadie se meta conmigo.

Se hubiera dicho que el padre adivinaba las intenciones del muchacho, pues en el momento de salir se detuvo y dijo:

—Ya que no vienes al templo, podrías leer en casa los sermones. ¿Lo harás?

—Lo haré, si usted quiere —dijo, sin pensar hacerlo.

El padre lo miró cazurramente y agregó:

—A mi vuelta te preguntaré por cada una de las catorce páginas.

Por fin partieron. Desde la puerta vio el muchacho cómo se alejaban. Sus padres eran modestos terratenientes. Cuando se instalaron apenas si les bastaba para el sustento de un cerdo y un par de gallinas. Duros y activos, habían logrado reunir algunas vacas y patos.

El muchacho comprendió que tendría que obedecer a su padre. Se acomodó en el sillón y estuvo leyendo a media voz, hasta que se adormeció.

Hacía un tiempo magnífico, y la primavera había partido ya francamente.

El muchacho leía, se amodorraba y daba cabezadas, y acabó por dormirse.

—¿He dormido mucho tiempo o sólo unos instantes? —se preguntó al despertarle un ligero ruido que oyó a sus espaldas.

En el alféizar de la ventana, frente a él, descubrió un lindo espejito, en el que se reflejaba casi toda al habitación. Y quedó atónito al ver, por él, que la tapa del cofre de su madre había sido levantada. La madre poseía un gran cofre de roble, pesado y macizo, que nunca dejó abrir a nadie. Allí conservaba todas las cosas que heredara de su madre y que tenía en mucha estima.

El muchacho no comprendía cómo había sido esto posible.

Sintió que se apoderaba de él un gran malestar. Temía que un ladrón se hubiera deslizado en la casa. Inmóvil, miraba fijamente al espejo. Se sentía atemorizado en espera de que el ladrón se presentara, cuando le extrañó ver cierta sombra negra sobre el borde del cofre. Poco a poco fue precisándose lo que al principio no era más que una sombra y no tardó en darse cuenta de que la sombra era ni más ni menos que un pequeño duende sentado a horcajadas en el canto del cofre.

 

Novedades en la mesa

De Juan Villoro, No soy un robot (Alfaguara, 2024).