La cuerda se rompió. La globalización perdió el rumbo y cede a sus propias contradicciones. Como secuela del relajamiento de la legitimidad del sistema multilateral y del galopante ascenso de nacionalismos xenófobos, regresa la geopolítica y se recrucede la competencia entre hegemonías tradicionales y nuevas. La pauta preocupa, particularmente en los países del Sur, donde hay confusión sobre la mejor manera de afrontar un entorno que cierra puertas a la cooperación y ofrece vía franca al unilateralismo y a la política de la fuerza.
La promesa de bienestar que siguió a la caída del Muro de Berlín y del socialismo real, se agotó por carecer del músculo económico requerido para transformar retos en oportunidades para todos los pueblos. En oposición al anhelo neoliberal, en las últimas décadas se profundizó la brecha entre ricos y pobres, se concentró la riqueza en pocos países y se postergó la solución estructural de los problemas heredados del colonialismo. Los graves rezagos y conflictos que existen por doquier, se han convertido en agravios que alimentan el radicalismo político en diversas sociedades, cuyos integrantes culpan a los gobiernos de esta situación y buscan soluciones que con frecuencia se alejan del espectro democrático.
Hay desencanto universal. El desbalance de las relaciones internacionales debe compensarse con nuevos consensos que, por ahora, parecen ciencia ficción. En perspectiva histórica y de largo plazo, los movimientos sociales tampoco aciertan a definir una ruta alternativa que, desde la protesta, prefigure los perfiles de un nuevo orden mundial y de las sociedades emancipadas del futuro. A este malestar lo acompañan la incertidumbre y el temor generados por liderazgos populistas que, cuando abrazan narrativas extremas, reafirman su poder mediante la amenaza, la institucionalización de la violencia y el desprecio al Derecho Internacional.
Se dice y con razón que los movimientos sociales tienen un alto componente de arrebato y que, por ser espontáneos, transitan por caminos inéditos, donde todos caben en la coyuntura porque la postura de sus paladines es nacionalista y favorece la manipulación emocional de las masas. Esto explica que, en distintos países, gobiernen líderes impulsivos y contestatarios, aislacionistas con visiones sesgadas del mundo que, al impulsar acciones divisivas, confrontan a sus propias sociedades y los distancian de la representación universal de sus gobernados. Así las cosas, la construcción del agravio como motor de transformación social, cede a las conductas de dirigentes atípicos y disfuncionales, de horizontes cortos, que poco o nada pueden hacer para encabezar las demandas de sus pueblos y contribuir a cambiar los patrones guerreristas que prevalecen en la sociedad mundial. Parafraseando a Joan Manuel Serrat, recientemente galardonado con el Premio Princesa de Asturias, es muy difícil hacer camino al andar, al menos uno virtuoso que desplace la semántica destructiva de los populismos y de cauce a fórmulas de convivencia nacional e internacional que corrijan pautas que polarizan y embaucan. Es tiempo de configurar acuerdos democráticos que, sin engaños, aligeren problemas en todos los rincones del orbe y, así, articulen de modo congruente el discurso progresista con la promoción efectiva de la justicia social.
El autor es internacionalista y Doctor en Ciencias Políticas.
