Mientras se enseñorea en distintas regiones de nuestro país la violencia proveniente de las actividades y pretensiones de control ya no sólo territorial, sino de autoridades municipales y estatales de los carteles de las drogas y el crimen, y se nos desea aleccionar desde Palacio Nacional sobre lo que es una tendencia y porqué fue “exitosa” la estrategia de seguridad de la administración morenista de 2018-2024 y lo será ahora, quienes encabezan los poderes ejecutivo y legislativo de la Unión hunden a la República en la crisis constitucional; en la crisis política.

La polarización instalada como objetivo del régimen en 2019, la cooptación del PVEM y los núcleos de actores del antiguo PRI, la captura de órganos del Estado con criterios de lealtad al poder y no a la ley y la debilidad por causas propias y ajenas de las oposiciones partidistas conformó una súper mayoría sin legitimidad de origen que no aspira a conquistarla por el desempeño, sino a ejercerla para aprovechar la irrelevancia de las minorías para impedir el cambio de régimen a través de las reformas constitucionales.

Bajo la cobertura del imperativo de resolver la cuestión social, o la enorme desigualdad existente en nuestra sociedad, avanza la destrucción de Estado constitucional de derecho. En el fondo, para la presidenta Claudia Sheinbaum Pardo y los intereses que la dominan, el señalamiento es falaz, pero claro: somos el resultado de la voluntad popular y ésta no se encuentra sometida la ley, y si acaso alguien arguye que la Constitución está por encima de los titulares transitorios del poder, que se diga en la Ley Fundamental que sus normas están subordinadas a la mayoría calificada por ser la expresión inapelable, precisamente, de la voluntad popular.

Es demasiado grave el extremo al cual Morena y sus aliados, con su fulcro real que ya se trasluce, llevan la propaganda de la “revolución pacífica” que aducen se ha producido y protagonizan. Si fueran congruentes podrían reconocer que no ha habido convocatoria para elegir un Congreso Constituyente y que, si bien son producto de las elecciones, aunque carentes de equidad, sólo son titulares de funciones sujetas a la Constitución, la cual puede modificarse dentro de los límites formales y materiales que establece.

Nuestra crisis constitucional y política se gesta y desarrolla en el desconocimiento de Palacio Nacional y de la mayoría legislativa en las cámaras federales de las suspensiones dictadas por autoridades judiciales de la Federación contra el proceso de reformas constitucionales al Poder Judicial. Decidieron no actuar a través de los medios legales para impugnar y convencer sobre la improcedencia de esas determinaciones, sino desobedecer las suspensiones y hacerse justicia por mano propia, lo que acarrearía sanciones penales, pero cuyos procedimientos de instrucción están en sus manos; una versión actual de absolutismo y totalitarismo.

Pero como el control constitucional de los órganos constituidos está confiado al Poder Judicial de la Federación, la vuelta adicional a la crisis constitucional y política es ir por la reforma constitucional para que las modificaciones que realicen a la Ley Fundamental no sean susceptibles de impugnación ni revisión por la Suprema Corte. Es el toque final de la falacia de ser un constituyente originario; confunden el procedimiento de órganos constituidos para modificar la Norma Suprema con un Congreso convocado para emitir una nueva Constitución. Sólo esta representación popular vendría sin ataduras materiales.

La reforma constitucional de esta semana –11 días de principio a fin, como lo supongo al escribir esta colaboración– priva a las personas y a distintos ámbitos de representación popular y de gestión pública del derecho de acceso a la justicia. Si una mayoría calificada en el poder legislativo federal y una mayoría simple las legislaturas locales deciden restringir derechos, suprimir órganos y funciones o la separación de poderes, nadie podría reclamarlo en un tribunal. Estamos ante un retroceso civilizatorio sólo comparable al precedente de 1836, pero más grave: la defunción del Estado constitucional y con ello la protección de las libertades y derechos de las personas frente al poder en turno.

La crisis detonada por el ánimo gubernamental de someter el Poder Judicial de la Federación a su control y desobedecer las suspensiones otorgadas arriba a una tensión extrema: no están sujetas a impugnación ni revisión las reformas constitucionales, incluso si las demandas iniciaron y se analizaron con base en las normas vigentes al momento de haber sido expedidas, cuando se ha hecho público el proyecto de resolución del Ministro Juan Luis González Alcántara Carrancá sobre una pluralidad de acciones de inconstitucionalidad contra el Decreto de reformas constitucionales a los poderes judiciales de la Federación y de las entidades federativas, que se discutirá el 5 de noviembre.

Un valioso, profundo, documentado y ponderado proyecto que, por los cauces de la Constitución, plantea una solución política a la crisis constitucional derivada de la confrontación aludida: validar el nuevo sistema electoral para integrar la Corte y el Tribunal Electoral, que era indirecto y será directo, y la nueva conformación y designación o elección de los órganos de administración y disciplina judiciales; e invalidar el cese masivo de personas juzgadoras en cargos alcanzados mediante la carrera judicial, los jueces sin rostro y la inatacabilidad de las decisiones del nuevo Tribunal de Disciplina Judicial, refiriéndome sólo a los rasgos más distintivos del proyecto.

Con visión de Estado se plantea una solución política al país que requiere el consenso de la Corte y, necesariamente, de una mayoría de ocho de sus 11 integrantes. Instalado en la retórica de la votación de 2 de junio, no se aprecia sensatez ni moderación alguna del gobierno; al contrario. Quien domina el Ejecutivo y sus mayorías parlamentarias, proclaman su demanda: sométanse a la voluntad popular que representamos. La solución política y constitucional del proyecto plantea: estamos sometidos todos, ustedes y nosotros, a la Constitución.

La idea de la “democracia popular” no sólo aspira a suprimir órganos judiciales imparciales, sino los límites mismos del poder en la Constitución. La crisis seguirá. La mayoría atesora la ilusión de ser absoluta. Sin embargo, su reforma para proclamarlo está no está por encima del control. La República sujeta a la ley está hoy en las mentes y las voluntades de ocho patriotas indispensables.