Escribo estas líneas a escasos cuatro días de que cierre el registro ante los comités de evaluación de los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial; para que todas aquellas personas que aspiren a ocupar alguno de los cargos judiciales que serán materia de elección el próximo año, se inscriban.  El plazo para registrarse para poder participar en la elección judicial extraordinaria del domingo 1º de junio de 2025, una elección sin precedentes en la historia de México está a punto de terminar.

Según lo planeado, cada uno de los Poderes de la Unión deberá presentar listas con al menos 5,410 aspirantes por órgano para cubrir los cargos disponibles, esto es: nueve espacios en la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN), cinco magistraturas para el Tribunal de Disciplina, dos magistraturas de la Sala Superior del Tribunal Electoral, quince magistraturas de las Salas Regionales del Tribunal Electoral, 454 magistraturas de Circuito y 386 juzgadores de Distrito.

La magnitud del proceso es sin duda inédita; sin embargo, lo que una y otra vez se ha anunciado como un proceso en aras de la democratización del poder judicial, se perfila para terminar en el muy anticipado desastre que se ha venido anticipando, pues es evidente que la demolición institucional es de suyo un desastre. Frente a este caos, cabe preguntarse si era necesario demoler un sistema judicial para reconstruirlo de esta manera.

Desde el oficialismo se sostiene que el objetivo es democratizar la justicia, acercarla a la gente y desvincularla de las élites. Sin embargo, las acciones realizadas hasta ahora parecen más encaminadas a la subordinación del sistema judicial al poder político en turno, que a su fortalecimiento. El cese masivo de la totalidad de las personas juzgadoras en el país, en un plazo de dos años, no democratiza la justicia; sino que la despoja de un plumazo de la experiencia, la capacidad técnica, el talento y la autonomía necesarias para tener poderes judiciales -tanto en lo federal como en lo local-verdaderamente independientes. El procedimiento, lejos de ser riguroso, se asemeja a una especie de apuesta de todo o nada, donde lo que menos importa es la calidad del resultado.

En este mismo espacio hemos dado cuenta que la reforma judicial que dio origen a este proceso no solo desmanteló un sistema que, con todos sus defectos, se había ido profesionalizando y fortaleciendo con el paso de los años. Al mismo tiempo, es una reforma que destruyó la vida personal y profesional de cientos de personas juzgadoras. Las trayectorias de las juezas, los jueces, las magistradas y los magistrados, que habían dedicado su vida a capacitarse y formarse en la impartición de justicia hoy se ve reducida a cenizas. No son solo cargos, son personas cuya vocación por la justicia ha sido ignorada en nombre de un cambio cuya eficacia está seriamente en duda.

El panorama es abrumador y los retos enormes. Desde la instalación de los Comités de Evaluación y la emisión de las convocatorias, las diferencias entre los enfoques de los distintos poderes han sido evidentes, si bien todos enfrentan los mismos desafíos en el camino hacia la elección de junio y la reconstrucción integral del Poder Judicial. Sin embargo, la transparencia ha brillado por su ausencia. Los datos disponibles son limitados y, hasta donde sabemos, la participación ha sido considerablemente menor de lo esperado, si es que alguna vez se proyectó este proceso con seriedad. En la conferencia matutina del 20 de noviembre se mencionó, por ejemplo, que ante el Comité de Evaluación del Poder Ejecutivo Federal se habían registrado hasta ese momento 1,000 personas, apenas una quinta parte de las postulaciones necesarias para cumplir con los mínimos que debe presentar ese poder. No se proporcionaron datos adicionales: ¿cuántas mujeres?¿cuántos hombres?¿Para qué cargos? ¿Cumplen los requisitos? En el caso del Comité de Evaluación del Legislativo, las declaraciones han sido igualmente vagas, limitándose a señalar que “el proceso avanza lento” y que hay cerca de 2,000 personas registradas. Y en el caso del poder judicial, hay datos al cierre de cada día de cuantas personas se postulan y para qué cargo lo hacen; sin embargo la participación ha sido muy baja y no alcanzan ni las 400 personas registradas. Con los números que cada Comité de Evaluación reporta, en términos de participación, resulta difícil imaginar que se alcanzarán los mínimos necesarios. Más preocupante aún, parece imposible que los Comités seleccionen a los mejores perfiles para reemplazar a personas juzgadoras con años de experiencia y capacidad probada. Este proceso, que debería ser riguroso y minucioso, se ha reducido a una improvisación que pone en riesgo la calidad y la imparcialidad de la justicia en México.

Frente a la escasa participación (reflejo del poco o nulo interés), los enormes desafíos de cara a la jornada electoral, cabe preguntarse: ¿cuál era la necesidad de demoler un poder para refundarlo desde las ruinas? ¿Para qué un nuevo Poder Judicial sin un rumbo claro? La narrativa oficial sostiene que el objetivo es democratizar el sistema de justicia, acercarlo a quienes más lo necesitan y desvincularlo de los intereses de los poderosos y de las élites. Sin embargo, no nos ofrecen justificaciones a la interrogante más básica, ¿cómo se supone que un cese masivo de personas juzgadoras logrará democratizar el Poder Judicial? Más aún, ¿cómo se puede hablar de independencia judicial cuando los aspirantes deben ser aprobados por un Comité de Evaluación cuyos procesos no son claros, ni mucho menos transparentes?

Los retos de aquí al 1° de junio son numerosos, y los frentes abiertos, demasiados. Las autoridades electorales trabajarán a marchas forzadas, los Comités de Evaluación avanzan con lentitud, la ciudadanía observa con escepticismo, y nadie parece asumir la responsabilidad por la destrucción que este proceso ha causado en el equilibrio democrático de nuestro país, precisamente por la demolición de uno de los tres poderes de la unión, el judicial.

Mientras tanto, las vidas de cientos de personas juzgadoras han sido devastadas inútil y arbitrariamente. En un proceso carente de lógica, pues se reconoce que dentro de poder Judicial hay perfiles valiosos e incluso se les va a incorporar en automático a la boleta, ¿por qué no mejor diseñar entonces un mecanismo para evaluar sus trayectorias y capacidades antes de destituirlos? ¿Por qué someterlos a una tómbola que despersonaliza su experiencia y reduce su trabajo a un número en un sorteo? ¿no hubiese sido más eficaz y respetuoso de los derechos humanos que los Comités se dedicaran, desde un principio, a evaluar la trayectoria de las personas juzgadoras, que se fortalecieran los mecanismos de vigilancia, en lugar de someterlos a todos a una tómbola?

Pero el tiempo no se detiene. Es cierto, el Poder Judicial ha sido desfondado y decapitado. La pregunta persistente es: ¿será esto suficiente para darle a México el poder judicial que merece? El primer reto es incentivar a más personas a participar y a registrarse ante los comités de evaluación; el segundo, garantizar que los Comités de Evaluación trabajen con transparencia y rigor, para que verdaderamente seleccionen a los mejores perfiles. A esto se suma, la ausencia de leyes secundarias que normen la implementación de la reforma, los costos administrativos desbordados y la incapacidad incluso del Instituto Nacional Electoral (INE), encargado de preparar las elecciones, de poder organizar una elección de esta envergadura en tan corto plazo, tan es así que incluso ha solicitado formalmente una prórroga de 90 días debido a la complejidad de lo que se pretende implementar, lo cual, además, requeriría otra reforma constitucional.

Las y los mexicanos merecemos algo más que discursos vacíos sobre democratización y cercanía al pueblo. Merece un sistema judicial independiente, imparcial y capaz de garantizar los derechos de todas las personas, no uno subordinado a intereses políticos.

La destrucción ya está hecha. El reto ahora es mitigar sus consecuencias y construir, desde estas ruinas, un Poder Judicial que verdaderamente responda a las necesidades del país. Esto solo será posible si los espacios abiertos son ocupados por personas con capacidad, experiencia y compromiso con el Estado de derecho. Se debe hacer todo lo posible para garantizar que las y los nuevos integrantes del Poder Judicial sean profesionistas honorables e independientes, capaces de erigirse como defensores de la Constitución y los derechos humanos, y no como leales servidores del régimen en turno.

El tiempo corre, los plazos no se detienen, y la responsabilidad recae en todas y todos nosotros. Aunque la reforma judicial comenzó mal, de su desenlace dependerá el futuro de la justicia en México. Estamos a meses de la jornada electoral judicial extraordinaria del 1° de junio de 2025, con una lista de tareas pendientes que parece insuperable: leyes por aprobar, errores que corregir y procesos que encaminar. A pesar de los defectos y la destrucción generada por esta reforma, algunos ven una oportunidad única para moldear el futuro del sistema judicial con base en un compromiso serio con los derechos de todas las personas, especialmente de quienes más lo necesitan. Sin embargo, esto solo será posible si las vacantes son ocupadas por personas con experiencia, ética y capacidad, dispuestas a resistir presiones políticas y a garantizar el Estado de derecho. La inacción, por el contrario, dejaría el camino libre para que intereses contrarios a la justicia ocupen espacios clave en un sistema profundamente debilitado.

Al final del camino, todas y todos vivimos en México y necesitamos un sistema de justicia sólido e independiente. El tiempo juzgará sin duda a quienes impulsaron, solaparon y avalaron esta reforma, pero también la inacción de quienes, pudiendo influir, decidieron quedarse al margen. De suerte que, participar en este proceso no significa legitimar sus fallas, sino asumir la responsabilidad de evitar que estas se conviertan en un retroceso mayor para la justicia en México y sobretodo impedir la cooptación política absoluta de los poderes judiciales del país. Existen muchas y muy talentosas personas que han dedicado su vida profesional a trabajar desde los juzgados, los tribunales e incluso la SCJN, sin ser necesariamente las personas titulares y todas ellas tienen ahora la oportunidad de reconstruir un sistema desmantelado. Estamos frente a un cambio de paradigma, algo que va mucho más allá de las estructuras formales, y es un cambio que va a definir el rumbo de la justicia en las próximas décadas. De ahí que la ausencia de perfiles comprometidos agravará no solo las fallas actuales, sino las terribles consecuencias generadas por la demolición post reforma judicial. Por lo tanto, la participación de las mejores y los mejores abogados comprometidos verdaderamente con el Estado de Derecho, y la defensa de los derechos humanos es lo único que realmente puede significar una diferencia y evitar retrocesos graves en materia de derechos humanos. Sin duda, todas aquellas personas que se han formado en la carrera judicial, están capacitadas para asumir el desafío de reconstruir un sistema judicial que ha sido desmantelad; al igual que las y los abogados con vocación de servicio. Solo así podremos garantizar que el nuevo Poder Judicial esté al servicio de la justicia y no de intereses políticos.

Nuestro país requiere de personas juzgadoras independientes y comprometidas con la Constitución y los derechos humanos, capaces de resistir presiones políticas y garantizar que la justicia sea un pilar del Estado de derecho y sobre todo evitar la politización de la justicia.