El hombre de la palabra inestable y de las fijaciones provocadoras, el mismísimo Donald Trump, ha hecho otra declaración paradigmática: su intención de cerrar la economía norteamericana y construir la riqueza nacional, de su país, a base de aranceles, en contra de los bienes y satisfactores originados en todo el mundo. En pleno siglo XXI parecería ser que las ideas del presidente electo de Estados Unidos reflejan alguna chifladura o algo similar. Aunque un refrán nos dice que los borrachos y los niños dicen la verdad y nos surge la pregunta ¿y si no solamente es un delirio trumpiano?, ¿los orates no dicen también la verdad?
La lógica de la economía nos dice que estas ideas son productos de un trauma que desemboca en recurrir a argumentos del pasado para asuntos de hoy. El mercantilismo fue una fase del desarrollo económico mundial y sus grandes días transcurrieron durante el siglo XVIII y buena parte del XIX. La premisa de los gobiernos en Europa respecto al comercio era en el sentido de que ningún país, en el intercambio, puede ganar más que lo que otro pierde.
En ese escenario, hacia 1814 se promulgaron las leyes de cereales (corn law), que fueron el canto de cisne del proteccionismo. Se trataba de que Inglaterra no siguiera importando productos agrícolas, especialmente trigo, para que su balanza comercial no se desequilibrara y, con ello, se pudiera evitar el empobrecimiento de los británicos. La idea, en ese tiempo era aceptable, pero la ofensiva del capitalismo industrial, con sus requerimientos de más mercados y menos prohibiciones —particularmente las impositivas— señalaba que la antigua lógica económica estaba a punto de derrumbarse.
Hubo voces que desde antes señalaban al proteccionismo como un obstáculo infranqueable para el progreso. Los primeros fueron los fisiócratas encabezados por un elegante y bailarín caballero —amigo íntimo de madame Pompadour— apellidado Quesnay. Monsieur Quesnay era médico y establecía un símil entre la economía y la circulación de la sangre: El día que la sangre deje de circular el individuo se muere y el día en que el comercio se paralice, la sociedad sufrirá la misma suerte. Poco tiempo después aparecieron otros pensadores como David Hume y el más conocido de todos: el doctor Adam Smith.
La suerte del mercantilismo, como teoría y práctica, estaba echada, no solamente por las prédicas del oscuro doctor Smith a quien muy pocos entendían. Es decir, no se trató de una circunstancia de ideas, sino de las más vulgares necesidades del mercado: un bullonero de Manchester tenía, en la realidad, más influencia que las teorías del talentoso Hume o de los grandes pensadores del mundo económico como el propio Smith y David Ricardo.
Casi todo el siglo XIX fue de fiesta para el libre cambio. Se crearon los cimientos para los grandes imperios económicos y todo funcionó bien hasta que dejó de funcionar bien. Hacia los años ochenta de aquella centuria se comenzaron a producir las primeras crisis económicas y, como era previsible, aparecieron las explicaciones, aun las más disparatadas. Sin embargo, hubo una voz que destacó en el coro y esa fue la de Karl Marx, quien afirmó que las crisis del capitalismo se daban por las propias contradicciones en este modo de producción. Una producción vandálica, los excesos del liberalismo habían conducido a una crisis de sobreproducción en la que no toda la oferta encontraba su demanda.
La pregunta es si el capitalismo ha llegado a una nueva etapa que requiere de mercados cautivos y del auxilio de la economía del desperdicio —la mejor de ellas es la economía de guerra— tal como aconteció en las primeras tres décadas del siglo XX. Así, los llamados a las guerras de aranceles de Trump tendrían una explicación adecuada y el nuevo presidente de EE. UU no sería un orate, sino un profeta. ¿Llegó otro tiempo para el capitalismo?
X: @Bonifaz49