Del mozambiqueño Mia Couto (5 de julio de 1955), cuya lengua materna es portuguesa, recién galardonado con el Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances, transcribo las primeras líneas de su novela El mapeador de ausencias (Alfaguara, 2022) traducido por Rosa Martínez Alfaro.
Capítulo 1.- Los que hablan con las sombras (Beira, 6 de marzo de 2019).
–Todos tenemos dos sombras. Sólo una es visible. Sin embargo, hay quienes conversan con su segunda sombra. Y esos son los poetas. Usted es uno de ellos, uno de los que hablan con las sombras.
Todo esto me lo dice el portero a la entrada del salón de fiestas. Agita un libro de poesía y me pide que se lo dedique. Levanto los brazos en señal de amable rechazo:
–No puedo, este libro lo escribió mi padre.
El portero se encoje de hombros sonriendo y murmura:
–Entonces el autor es usted mismo.
Le escribo la dedicatoria. Me convierto en una especie de autor póstumo. Las manos son mías, la letra la de mi difunto padre. Me dan ganas de abrazar al portero. Pero me contengo y deambulo entre las mesas engalanadas del salón. Algunas personas se levantan a saludarme. En la pared del fondo, un cartel con letras enormes reza la siguiente frase: “¡Bienvenido a su ciudad, poeta Diogo Santiago!”
Recuerdo las palabras de mi padre. Los hombres en tierras pequeñas son como los anillos en los dedos de los pobres: de esos brillos nacen envidias mortales.
Una hermosa mujer camina hacia mí.
–Me llamo Liana Campos, soy la mestra de ceremonias.
Y en su voz se percibe una temblorosa inquietud, como si la revelación de su nombre la dejara desarmada.
Estoy de visita en Beira, mi ciudad natal, he venido invitado por una universidad. Desde que he llegado aquí he visitado escuelas, me he reunido con profesores y alumnos, he hablado con ellos del tema que más me interesa: la poesía. Soy profesor de literatura, mi universo es pequeño pero infinito. La poesía no es un género literario, es un idioma anterior a cualquier palabra. Eso es lo que he repetido en cada uno de los debates.
En estos días he recorrido los lugares de mi infancia como quien camina por una ciénaga: pisando el suelo de puntillas. Si daba un paso en falso, corría el riesgo de hundirme en oscuros abismos. Esta es mi enfermedad: no me quedan recuerdos, sólo tengo sueños. Soy un inventor de olvidos.
Y aquí estoy, en este provinciano salón de fiestas, un hombre tímido y reservado, siendo víctima de un homenaje público. Las paredes están adornadas con flores de plástico y las columnas lucen vistosos lazos de papel de colores. Me han asignado una silla de respaldo alto, una especie de trono burlesco, a la cabeza de la mesa central. Las autoridades, dispuestas en estricta jerarquía a ambos lados de la mesa, me examinan con una mezcla de condescendiente simpatía y depredadora curiosidad.
Nada me cansa más que las celebraciones, con sus interminables conversaciones de circunstancias. Subo al escenario para leer el discurso. El aprieto de leer estas dos páginas es mayor que la dificultad que me supuso escribirlas. Rehíce el texto unas veinte veces. No es que careciera de habilidad. De lo que carecía era de mí mismo. Y ahora decido una intervención improvisada. Estoy enfermo, soy un escritor que ha perdido la capacidad de leer y de escribir. Esta es la confesión de fragilidad que me apetecería hacer en este momento.
Tras los discursos y otras formalidades empiezan los bailes. Liana me hace señas para que baile con ella. Me niego rotundamente. A la primera oportunidad me escabullo hacia la salida y finjo estar ocupado con una llamada […]