A Nilda, su compañera de viaje

Aunque su primer contacto profesional con la literatura fue con el género dramático, Joaquín-Armando Chacón (Chihuahua, 1944-Ciudad de México, 2025) solía decir que había descubierto su vocación de narrar historias incluso desde antes de aprender a escribir. Como Ramón López Velarde, siempre se definió como un provinciano en la capital, si bien se había mudado siendo todavía adolescente a la Ciudad de México para estudiar dramaturgia en la Escuela de Arte Tearal del INBA, donde tuvo la valiosa guía de los también ocasionales narradores Luisa Josefina Hernández, Sergio Magaña y Emilio Carballido.

Lector voraz y un no menos notable ensayista, a la vez que un gran conversador, varias veces le escuché definir la naturaleza de su escritura ––y de su literatura–– a partir de cómo prácticamente desde niño había descubierto a escritores modélicos como Dostoievsky y Flaubert, como Faulkner y Hemingway. Siempre modesto, solía afirmar, citando a Borges, “…que se ufanaba más por las obras leídas que por las escritas”. Escritor profesional y de tiempo completo, como sus modelos, y si bien fue de igual modo un muy generoso maestro y guía de otros colegas suyos de su edad o más jóvenes, Joaquín-Armando construyó una obra, sobre todo narrativa, muy sólida y compacta, con influencias varias y no menos firmes, inteligentemente digeridas, y en sus inicios hay claros efluvios, por ejemplo, de dos escritores muy distintos pero en él hermanados, ambos del llamado boom latinoamericano, el colombiano García Máquez y el peruano Vargas Llosa, coincidentes en ese gran ensayo que igual soliamos rememorar, delatando la gran admiración del segundo por el primero ––hasta antes de su ruptura––, y que hasta la fecha sigue siendo el mejor estudio escrito en derredor de la obra del autor de Cien años de soledad: García Márquez o historia de un deicidio.

 

Autor de libros ya entrañables como Los largos días, Las amarras terrestres, El recuento de los daños, Los días ajenos o Breve tiempo del imposible, igual reconocemos al autor de una prosa poética muy decantada, siempre riguroso y autocrítico. En ellos la realidad y la ficción se entremezclan sin llegar a distinguir dónde empieza una y dónde acaba la otra, porque, evocando otra vez a su admirado autor de Conversación en la catedral, la realidad es un universo inagotable de revelaciones, y la buena ficción suele concentrar verdades irrefutables. Si bien la realidad suele superar a la ficción, afirmaba Joaquín-Armando, la ficción se convierte en un caudal inagotable de posibilidades, en cuanto la condición humana y sus claroscuros (Eros y Thanatos) constituyen su razón fundamental de indagación. Ya decía Milan Kundera que la novela moderna, desde Cervantes, se edifica precisamente a partir de ese búsqueda obsesiva de la esencia del ser. En este sentido, se erige como un narrador de lo íntimo, en cuanto explorador de las emociones y complejidades de la existencia, claro, como sus grandes modelos.

Un educador no menos apasionado, su labor como profesor de Literatura Hispanoamericana Contemporánea en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) dejó una huella indeleble en varias generaciones de estudiantes, quienes encontraron en sus enseñanzas una guía para navegar por el inagotable océano de la literatura. Su compromiso con la difusión cultural se reflejó en su papel como jefe de redacción de diversas publicaciones, donde su pluma se convirtió en un vehículo para la promoción de las letras hispanoamericanas, de la obra de sus colegas más cercanos y lejanos, porque Joaquín-Armando fue igualmente un promotor generoso de la obra ajena, incluso antes que de la suya propia. Hablar con él de literatura era más que placentero, evocador, apasionante, y su meridiana inteligencia y su buena memoria traían siempre consigo descubrimientos inusitados, revelaciones del lector perspicaz y sensible. Podíamos dejar de vernos mucho tiempo, pero cuando nos reuníamos, teniamos veladas prolondas e inéditas.

Premios Efraín Huerta de Cuento y Tomás Valles al mérito artístico, su espléndida novela El recuento de los daños mereció el Primer Premio Internacional Novedades–Diana, resaltando el jurado su capacidad para abordar temas complejos a través de una prosa tensada por la sencillez y la profundidad, máximos atributos de un escritor maduro. La metaficción, un recurso que Joaquín-Armando desafió con maestría, es el hilo conductor no solo en su obra narrativa sino ensayística. En un mundo literario eclipsado por el snobismo y la superficialidad, por lo kitch, escritores de la raigambre de Joaquín-Armando Chacón vuelven a dignificar el oficio y se agradecen. Fue un privilegio editarlo cuando yo era responsable de las publicaciones del entonces todavía Instituto Chihuahuense de la Cultura, iniciado el nuevo milenio, con un exquisito misceláno donde utilizamos la imagen de un bello cuadro de nuestro muy querido y admirado Benjamín dominguez, Antes del ayer.

Rememoro un hermoso texto de mi no menos querido y dilecto Bernardo Ruiz cuando era titular de publicaciones de la UAM y en sus manos también tenía la edición de la revista Casa del Tiempo en uno de sus mejores momentos, en la presentación del libro de cuentos Breve tiempo del imposible, editado por Cal y Arena en el 2016. Empieza por evocar sus tiempos en torno al grupo del norte, de los chihuahuenses en su autoexilio en la Ciudad de México, cuando en derredor de don José Fuentes Mares (quien por cierto nunca rompió amarras con su terruño, instalándose buana parte del tiempo en su casa de Majalca) coincidieron de igual manera los también escritores Carlos Montemayor, Ignacio Solares, Víctor Hugo Rascón Banda y José Vicente Anaya, y los artistas plásticos Benjamín Domínguez y Sebastian, de quienes ya solo sobrevive el último.

Igual destaca allí Bernardo, definiendo así su poética, entre otras de sus constantes, su especial capacidad para adjetivar el tiempo y darle un peso específico (el ayer y el mañana confluyen en el hoy, esctibió T. S. Eliot, refiriéndose a su vez al eterno presente nietzscheniano), para rescatar historias y convertirlas en relatos sucedáneos, para aprovechar citas literarias como reflejo de sus personales obsesiones (¡cuántas veces disertamos sobre nuestra coincidente afición a ellas, como motivo de homenaje y de hermandad!), su manera peculiar de hacer coincidir las ya arriba citadas ficción y realidad, la presencia inexorable del destino disfrazado de azar (sus coincidencias con el no menos estupendo narrador norteamericano Paul Auster que ambos admiramos), su ya también referido oficio decantado que alcanza la diafanidad como punta de iceberg de su estilo, su particular apego al mundo de los sueños que se distienden agazapados en la vigilia y en la memoria.

Parte de un admirable grupo sin grupo, pues cada quien trazó su propio itinenario de creación, su personal ruta, con don José Fuentes Mares como modelo del escritor de tiempo completo, e incluso del algo mayor Jusús Gardea que igual construyó una obra no menos compacta y rigurosa (como su maestro, permaneció en el norte, él en Ciudad Juárez), extrañaremos mucho al escribidor (y al conversador) de historias diversas y extraordinarias. La última vez que lo vi coincidimos en casa de Myrna Ortega y Nacho Solares (+), extraordinarios anfitriones., donde nos reuníamos de vez en cuando y conversar de literatura con ellos se convertía en un auténtico deleite. ¡En paz descanse!