Todo cálculo sobre los eventos internacionales resulta arriesgado porque las condiciones son inéditas y se carece de las certezas políticas y militares que dieron estabilidad al mundo en la Guerra Fría. Los analistas se quedan en la superficie, porque los recursos académicos son inadecuados. Para explicar los fenómenos actuales, think tanks, universidades e instituciones de investigación superior, están llamados a rebasar enfoques tradicionales e innovar en la filosofía de la ciencia y la epistemología.
La disciplina de las relaciones internacionales se desarrolló en los cuarentas y cincuentas del siglo pasado. Surgió de la necesidad de Estados Unidos de contar con especialistas aptos para analizar la interacción entre los Estados y contribuir al diseño de una política exterior fundada en el pragmatismo y la defensa del interés nacional, definido en términos de poder. A este enfoque se le conoce como realismo político y, con sus variantes, funcionó bien en la etapa bipolar. El desaparecido bloque socialista hizo un esfuerzo paralelo y desarrolló su propia escuela. Partió del supuesto contrario a los realistas, es decir, del estudio de la disolución del poder con base en la presunción de que el socialismo acabaría con la lucha de clases y con el Estado como su máxima expresión. En el curso de sucesivas décadas, con guerras en Corea e Indochina y un proceso de descolonización irreversible, que paradójicamente derivó en la creación de nuevos estados, ambas teorías fueron puestas a prueba. A la postre, la caída del Muro de Berlín favoreció a los realistas, que asumieron que su enfoque era el correcto para sistematizar y conducir la coexistencia entre los pueblos, en el marco del orden liberal establecido en 1945 por la Conferencia de San Francisco. Craso error.
Tras la efímera luna de miel que siguió a la disolución del socialismo real, las cosas se complicaron con el terrorismo, la delincuencia internacional organizada y, subrayadamente, las secuelas de las crisis de la ONU y de la globalización. En las nuevas condiciones, China se ha consolidado como superpotencia económica y desafía a las desgastadas hegemonías occidentales. A su vez, otros países antagonizan y despliegan su poder para recuperar espacios o llenar vacíos regionales de influencia. Y por si fuera poco, actores públicos y privados pugnan por el dominio de mercados y de la política global con el desarrollo de nuevas tecnologías y de la inteligencia artificial. En este mar de confusión y regresando al inicio de este artículo, para el estudio científico de las relaciones internacionales se requieren conceptos y prospectivas innovadoras. A manera de provocación intelectual, el cosmopolitismo global, no la anarquía, se dibuja como la siguiente etapa de una convivencia universal fincada en causas de la sociedad civil, una convivencia que rebasaría por mucho al Estado y los nacionalismos. Es una especulación teleológica, que recupera la fórmula del estoico Diógenes, retomada siglos después por Immanuel Kant, quien postuló la paz perpetua cuando, en los hechos, exista una gobernabilidad mundial efectiva, que garantice las mismas dignidades y derechos a todas las personas. Tiene sentido.
El autor es doctor en Ciencias Políticas e internacionalista.