Formado en Inglaterra, donde estudió medicina y trabajó para el servicio secreto británico, Somerset Maugham (Francia, 25 de enero de 1874-16 de diciembre de 1965) se entregó a la literatura y llegó a ser el autor mejor pagado de su tiempo. De su extensa obra (teatro, novela y relato) transcribo las primeras líneas del cuento “El señor sabelotodo”.

Yo estaba predispuesto a que Max Kelada me cayese antipático aun antes de conocerle. La guerra acababa de terminar, y el tráfago de pasajeros en los trasatlánticos era considerable. Resultaba muy dificil encontrar pasaje y había que conformarse con lo que los agentes se dignasen ofrecerle a uno. Era vana ilusión aspirar a un camarote individual, y me sentí satisfecho de que me dieran uno que sólo tenia dos literas. Pero cuando me dijeron el nombre de mi compañero se me cayó el alma a los pies. Sugería portillas cerradas y una inflexible exclusión del aire de la noche. Ya era bastante desagradable tener que compartir con otro un camarote durante catorce días (yo iba de San Francisco a Yokohama), pero habría contemplado la perspectiva con menos congoja si mi compañero de viaje se hubiese llamado Smith o Brown.

Cuando subi a bordo, el equipaje del señor Kelada ya estaba abajo. No me gustó su aspecto; las maletas tenían demasiados marbetes y el baúl era demasiado grande. Había sacado sus objetos de tocador, y advertí que era cliente del admirable Monsieur Coty, pues sobre la repisa del lavabo vi su perfume, su champú y su brillantina. A los cepillos del señor Kelada, de ébano con su monograma en oro, no les habría venido mal un buen lavado. El señor Kelada no me agradaba lo más minimo. Me dirigí al salón de fumar, pedí una baraja y me puse a hacer un solitario. Apenas había empezado, cuando se acercó un individuo y me preguntó si acertaba al pensar que mi nombre era fulano de tal.

Yo soy Kelada –añadió con una sonrisa que mostró una hilera de dientes blanquisimos, y tomó asiento,

–Ah, sí, creo que compartimos un camarote.

–A eso le llamo yo tener suerte. Nunca se sabe con quién le van a meter a uno. Me llevé una alegría cuando supe que era usted inglés. Soy decididamente partidario de que los ingleses nos mantengamos unidos cuando estamos en el extranjero, no sé si me comprende.

Yo parpadeé.

–¿Es usted inglés? –le pregunté, tal vez con poco tacto.

–¡Ya lo creo! No creerá usted que parezco norteamericano, ¿verdad? Soy inglés hasta los tuétanos. –Y para probarlo, el señor Kelada sacó del bolsillo un pasaporte y lo blandió enérgicamente ante mis narices.

El rey Jorge tiene muchos súbditos raros. El señor Kelada era de baja estatura y vigorosa complexión, barbirrapado y de tez morena, con una nariz muy ancha, carnosa y ganchuda, y unos ojos muy grandes, brillantes y acuosos. Su largo cabello negro era suave y crespo. Hablaba con un desparpajo que nada tenía de británico, y con gran exuberancia de ademanes. Yo estaba casi seguro de que un examen más minucioso de aquel pasaporte británico habría revelado que el señor Kelada había nacido bajo un cielo más azul que el habitual de Inglaterra.

–¿Qué quiere usted tomar? –me preguntó.

Le miré dubitativo. Se hallaba vigente la ley seca y según todas las apariencias en el barco no se despachaba una sola gota de alcohol. Cuando no tengo sed no sé qué me gusta menos si la gaseosa o la limonada. Pero el señor Kelada me dedicó una sonrisa oriental.

–¿Whisky con soda o un martini seco? ¿Qué prefiere?

De cada uno de los bolsillos traseros del pantalón sacó sendos frascos y los puso ante mí sobre la mesa. Yo opté por el martini, y Kelada llamó al camarero para pedirle hielo y un par de copas.