Tenía más de veinticinco años sin ir a Nueva York, una ciudad que me encanta y siempre disfruto mucho, por su magnificencia, por su pluralidad étnica y cultural. Todavía me tocó con sus monumentales Torres Gemelas como parte esencial de su fisonomía de entonces, y regresar a la Gran Manzana sin ellas ha resultado impactante. Lo primero que hicimos fue visitar El Memorial de la ahora llamada zona Cero en recuerdo de las cientos de víctimas inocentes, que como en toda guerra absurda suelen ser los primeros en sufrir de manera colateral los horrores de las diferencias e inquinas ideológicas, de toda clase de fanatismos y excesos producto de la sinrazón y de la ignorancia. Muy conmovedor ha sido plantarnos antes sus dos fuentes donde el agua pareciera caer al infinito sin freno, como debió haber sido la caída de quienes se precipitaron al vacío sin otra opción de por medio. Para sanar en algo esta dura pero necesaria experiencia, volver a la Metropolitan Opera House era imprescindible, y con una nueva producción de la Aida, de Verdi, fue la ocasión idónea.

Siguen resultando confusos los antecedentes que señalen con certeza el motivo principal de la composición por parte de Giuseppe Verdi (Le Roncole, 1813-Milán, 1901) de su vigésimo cuarta y antepenúltima ópera Aída (antes de Otello y Falstaff), la más espectacular de todo su acervo y con la cual se acercó a los parámetros marcados por la Grand Opéra francesa: cuatro largos actos, coros, ballets y escenarios monumentales. Después de un libreto en francés de Camille du Locle, a partir de notas del egiptólogo Auguste Mariette, el propio autor pidió a Antonio Ghislanzoni que lo tradujera y adaptara al italiano, y el éxito fue tal, que la popularidad y el prestigio de Verdi se acrecentaron notablemente.

Después de una postergada premier en El Cairo que se concretó hasta la Nochebuena de 1871 bajo la batuta del prestigiado Giovanni Bottesini, Aida se estrenó en la Scala de Milán en febrero del año siguiente. Bajo la dirección del propio compositor y con una respuesta no menos calurosa por parte del público, Verdi agregaría para la ocasión la famosa aria “O patria mia” con que Aida abre el tercero y penúltimo acto. Con la cual se inicia su última etapa creativa, en ella se perciben más claramente las asimilaciones wagnerianas; conjuga elementos que de manera progresiva había venido utilizando desde obras anteriores, a decir, la sustitución de números sueltos por largas escenas unificadas, una instrumentación mucho más trabajada y la utilización —aunque no sistemática— del leit motiv.

En Aida cada melodía expresa la situación dramática que acompaña y refleja estados de ánimo de personajes específicos, con lo que desaparecen por completo los acompañamientos simples y la orquesta pasa a tener un rol protagónico. Y lo mismo sucede con el coro, al cual Verdi le consigue dar aquí un tratamiento superior y grandioso como en su anterior Nabucco, llegando a su clímax en la famosa escena triunfal del segundo acto, momento referencial de Aida y de todo el acervo verdiano. Como la Carmen de Bizet, por su espectacularidad y su magnificencia se ha montado en toda clase de escenarios cerrados y al aire libre, como las sabidas producciones que de ella se han hecho, por ejemplo, en las propias Pirámides de Egipto o las Termas de Caracalla en Roma.

De vuelta a la Metropolitan Opera House de Nueva York, con una gran producción de Michael Mayer que ha maravillado a un público acostumbrado a montajes deslumbrantes de frente a las sorprendentes dimensiones y capacidades técnicas de su conocido vasto escenario, se agradece particularmente en esta ópera que otros rubros como la escenografía de Christine Jones y el vestuario de Susan Hilferty estén en comunión con una puesta de Michael Mayer en la línea más o menos de lo tradicional para no distraer la atención del curso de una historia con un tiempo y un espacio específicos. De fuerte poder simbólico, dominada por una colosal pirámide que sugiere la magnificencia del poder político y religioso —así como el triángulo amoroso en vilo—, con adecuaciones técnicas que confieren funcionalidad, la iluminación de Kevin Adams contribuye a subrayar la evolución dramática y la transición psicológica de los personajes, la soledad que invade sus crisis íntimas.

La sapiente y cuidada dirección del actual titular musical de la Orquesta de la MET, el franco–francés Yannick Nézet–Séguin, ha contribuido a que disfrutemos a plenitud una partitura a la vez efusiva e intimista, que evidencia la madurez de un músico con particulares talento y olfato dramáticos para desarrollar recurrentes temas en su acervo, entre otros, el citado triángulo amoroso que muchas veces desemboca en tragedia, un manifiesto trasfondo político y social en conflicto, sus no menos habituales críticas al exceso de poder cuyo peor síntoma se expresa en la humillación de los oprimidos, los ambivalentes sentimientos paternofiliales, los celos y amores prohibidos al límite, la traición, la soledad, la muerte. De igual modo ha conseguido  cuidar con hondo sentido musical la inconfundible escritura vocal verdiana, que a estas alturas ya privilegia los dúos y números de conjunto sobre las arias, tras una orquestación poderosa y pletórica de matices, con contrastantes pasajes marciales unos y poéticos otros, sin desconocer su pericia en la articulación de grandes números corales y hasta coreográficos.

Para quienes no habíamos todavía tenido oportunidad de escucharla, ha sido un gran descubrimiento oír en este particularmente difícil rol a la extraordinaria soprano dramática californiana de color Angel Blue, que aquí echa al asador todos sus talentos vocales e histriónicos, en un examen de doctorado donde lucen la belleza de su timbre, la robusta sonoridad de su emisión con firmes graves y aterciopelados agudos, con una mezza voce impecable. Y más que decoroso ha sido el desempeño de la mezzosoprano rumana Judit Kutasi como Amneris, con un porvenir muy promisorio por delante como lo ha probado en los importantes concursos donde ha triunfado. Con ganas de escuchar al reconocido tenor polaco Piotr Beczala en el protagónico Radamés que ya ha cantado de varios teatros desde hace unos años, en la función donde lo oí fue yendo de más a menos y no con ciertos apremios, en la que creemos más una indisposición que un cansancio vocal, porque creo todavía tiene una larga carrera por delante; su timbre es hermoso y atrás hay una sólida escuela que le ha permitido salir adelante. A la altura ha estado el Amonastro del barítono hawaiano Quinn Kelsey y el Ramfis del bajo también estadounidense de color Morris Robinson, así como las otras voces en papeles más pequeños. Del Coro de la MET habría que decir que vuelve a ser una garantía con desempeño sobresaliente, en una obra donde es protagonista y se le pone siempre a prueba.

Ballets, vestuario, escenografía, laminación, voces espléndidas, vuelven otra vez a confirmar el protagonismo de una casa de ópera que sigue estando entre las más importantes del mundo.