Del maestro del cuento, Antón Chéjov (Rusia, 29 de enero de 1860-Alemania, 15 de julio de 1904), transcribo las primeras líneas de su historia de Navida, “Vanka”.
Vanka Chukov, un niño de nueve años que desde hacía tres meses trabajaba como aprendiz en casa del zapatero Alojin, no se acostó la vispera de Navidad. Esperó hasta que el maestro, su mujer y los aprendices más antiguos se fueron a la misa del gallo, y luego cogió de la alacena de su amo un tintero y una pluma de punta herrumbrosa y, colocando ante él una hoja de papel arrugado, se dispuso a escribir. Antes de trazar la primera letra, miró varias veces, temeroso, hacia las puertas y las ventanas, contempló fijamente el oscuro icono, flan-queado a ambos lados por anaqueles llenos de hormas de zapatero, y exhaló un débil suspiro. Con el papel extendido sobre un banco, Vanka se arrodilló en el suelo y empezó a escribir:
“Querido abuelo Constantin Makarich: Soy yo quien te escribe esta carta. Te deseo unas Felices Pascuas y que Dios Nuestro Señor te colme de venturas. No tengo padre ni madre, y tú eres todo lo que me queda.”
Vanka alzó los ojos hacia la oscura ventana en cuyo cristal se reflejaba la llama de una vela, y con su viva imaginación vio allí erguido a su abuelo Constantin Makarich, empleado a la sazón como vigilante nocturno en la finca de una familia de noble cuna, los Chivarev. Era un viejecillo bajo y enjuto, inusitadamente ágil y vivaracho para sus 65 años, con la cara arrugada a fuerza de reír y los ojos llorosos a fuerza de beber. Durante el día dormia en la cocina o bromeaba con las cocineras. Por la noche, envuelto en una amplia zamarra, recorría la finca haciendo sonar sus tablillas.
Seguíanle dos perros con la cabeza baja. Uno era una vieja perra, Canela, y al otro lo llamaban Anguila a causa de su negro pelaje y su alargado cuerpo de comadreja. Anguila parecía siempre extraordinariamente respetuoso y cariñoso, pero aunque miraba con ojos acariciadores lo mismo a conocidos que a extraños, no inspiraba confianza a nadie. Bajo su mansedumbre y humildad se ocultaba una malicia jesuítica. Tenía una habilidad especial para acercarse cautelosamente a alguien por la espalda y tirarle un bocado a la pantorrilla, o para deslizarse a hurtadillas en la nevería, o para salir de estampia llevándose algún pollo. Más de una vez estuvieron a punto de quebrarle las patas traseras, en dos ocasiones se vio con un lazo corredizo en torno al cuello y todas las semanas le daban tal paliza que lo dejaban medio muerto, pero siempre se las arreglaba para revivir.
En aquel mismo momento el abuelo de Vanka estaría junto a la verja, contemplando las ventanas iluminadas de la iglesia, pateando el suelo con sus botas de fieltro y bromeando con la servidumbre. Llevaría las tablillas colgando del cinturón. Abriría los brazos y los cerraría, abrazándose el torso para entrar en calor, luego, hipando como hacen los viejos, pellizcaría a alguna de las criadas o de las cocineras.
–¿Queréis un pellizco de rapé? –preguntaría, ofreciendo la tabaquera a las mujeres.
Entonces algunas cogerían una pulgarada y estornudarían, con indescriptible regocijo por parte del viejo, que reiría a carcajadas y exclamaría:
–¡Estupendo para las narices congeladas, eh!
También daría rapé a los perros. Canela estornudaría, sacudiría la cabeza y se alejaría con aire ofendido: en cambio, Anguila, demasiado hipócrita para manifestar sus verdaderos sentimientos, no estornudaría y menearía el rabo.