El presidente de Estados Unidos, de peculiar estilo para gobernar, se distancia de sus predecesores en temas de política exterior y acaricia, no sin polémica internacional, posturas que arriesgan al debilitado orden liberal establecido en 1945 en la Conferencia de San Francisco. Mediante órdenes ejecutivas, aspira a trastocar, con inédita celeridad, la noción geopolítica del interés nacional de su país, en beneficio de objetivos radicales e inmediatos, que lastiman la seriedad, determinación y sutileza de la buena diplomacia. Así es el poder, cuando se ejerce unilateralmente y con escasa información.

Como nunca, la toma de decisiones recae en la Casa Blanca, donde parece no haber mentores intelectuales que la nutran con base en la rica experiencia diplomática de Washington. Las de hoy son formas similares a los del extinto presidente Dwight D. Eisenhower, quien en plena Guerra Fría despreció a la inteligencia de su país y apostó por un liderazgo fincado en el avasallante poderío militar, como receta para disuadir a quien osara desafiar la hegemonía de la Unión Americana. Al igual que ahora, los asuntos propios del Estado los manejó entonces un gobierno desafiante. Las lecciones de los conflictos en Corea, Indochina y de la crisis de los misiles en Cuba en 1962, así como la paridad atómica alcanzada en 1972 con la URSS, obligaron a Washington a cambiar ese rumbo y ser prudente. En la época tardía de la bipolaridad, tales desarrollos derivaron en el despliegue de una política exterior que retomó su pacto original con valores universales (ONU) y con una idea de la paz por equilibrio que permitió gestionar, con relativo éxito, diferencias en el plano multilateral y estimular el desarme en foros bilaterales (SALT I-II, START). Dicho modelo de convivencia, con altibajos pero predecible, fue alterado por la caída del socialismo real, por nuevas amenazas a la paz y la seguridad (ataques terroristas del 9/11) y, más tarde, por el agotamiento del neoliberalismo.

En terreno fértil para la nueva administración republicana, el sofisticado sistema de alianzas construido a lo largo de décadas (OTAN, G20 et al), está seriamente amenazado y hay confusión sobre las lealtades y valores que amalgaman al mundo. La Oficina Oval, que habría dejado de lado la política exterior de compromisos, que fue tan útil durante tantos años, despliega otra indisciplinada con el poder, beligerante y acomodaticia, que busca doblegar mediante el chantaje económico y el amago del uso de la fuerza. El riesgo es evidente y de dimensión universal. Estados Unidos, con actitud aislacionista, va a contrapelo de su propia historia liberal y de la doble meta de fortalecer confianzas y buscar soluciones cooperativas a problemáticas que afrontan pueblos lastimados por injusticias y tensiones estructurales. Aunque poco promisorio, este teatro alerta sobre la pertinencia de que la comunidad de naciones reestablezca su relación orgánica y de intereses compartidos. Ahora que todo apunta hacia una crisis global y a confrontaciones catastróficas, es oportuno insistir en la urgente reforma de la ONU, para que la paz y seguridad mundiales sean consecuencia de la diplomacia virtuosa, esa que es sostenible porque, al tener visión de futuro, facilita acuerdos y desdibuja estereotipos ideológicos y bravatas coyunturales. Conviene recordar que Abraham Lincoln abogó por este tipo de diplomacia edificante, cuando afirmó que una papeleta es más fuerte que una bala.

El autor es doctor en Ciencias Políticas e internacionalista.