El escritor ruso más admirado y leído de la primera mitad del siglo XIX, paradigma del autor romántico por antonomasia y quien murió en un duelo con apenas treinta y siete años de edad (como alguno de sus más emblemáticos personajes, el Lenski de su Eugenio Oneguin), Aleksandr Pushkin (Moscú, 1799-San Petersburgo, 1837) sirvió de modelo y fuente de inspiración para algunas de las obras más importantes de la lírica decimonónica, entre otras, para la ópera rusa nacional por excelencia: el Boris Gudonov, de Modesto Mussorgsky. Además del citado Mussorgsky, Rimski-Korsakov, Glinka, Stravinsky, Rachmaninov, Tchaikovsky escribió sus tres importantes dramas Mazepa, La dama de picas y Eugenio Oneguin a partir de textos del gran poeta y dramaturgo moscovita, pues había sido uno de sus autores de cabecera. En contraste con el tenor y la heroína soprano despechada, en el centro de la escena se encuentra el antihéroe que da nombre a la historia, un rico dandy, arrogante y egoísta, que vive lo suficiente como para lamentar su displicente rechazo al amor de la joven y su descuidada aceptación ––signo obligado de la época–– a un duelo fatal con su mejor amigo.

Con un hondo sentido teatral, Tchaikovsky concibió su Eunegio Oneguin como obra de cámara, si bien su profusa orquestación y sus varios números de baile ––haciendo honor  a otro de sus grandes acervos–– indiquen algo diferente;  un grupo de estudiantes la estrenó, en el Conservatorio de Moscú, en 1879. Esa intimidad brota de la historia misma, de la naturaleza de sus personajes, del desarrollo dramático que en su original pushkiniano exacerba la crisis emocional de sus protagonistas en vilo. La ópera más conocida y montada de su autor, está estructurada en tres actos y sietre escenas, y el compositor pidió a su hermano Modesto y a Konstantín Shilovski, quienes firman el libreto, que se apegaran lo más posible a la esencia poética del texto  literario editado por entregas entre 1831 y 1833, con la escena neurálgica del duelo donde el músico buscaba acentuar cuanto en ella podía percibirse de trágico presagio. Se sabe que Pushkin personaliza el texto tal y como acontece en el Tristam Shandy de su tan admirado escritor irlandés Lawrence Sterne. Muy apreciada por Gustav Mahler, estrenó la ópera en Alemania, en Hamburgo, en 1892, con la presencia del compositor que tuvo que salir a recibir una muy prolongada ovación por parte del público; el mismo Mahler la estrenaría cinco años después de Viena, como un homenaje póstumo a su autor. Pero hasta mediados del siglo pasado entraría en el repertorio habitual de los teatros operísticos, solo hasta entonces cantada regularmente en ruso y no traducida a otros idiomas.

De vuelta al Teatro Real de Madrid después de quince años, a un foro que desde su reapertura en 1997 se ha convertido en uno de los referentes obligados de la lírica mundial, el talentoso y siempre creativo ––y no pocas veces polémico–– Christof Loy vuelve a escena con este ya clásico de Tchaikovsky. Hombre él mismo de teatro, ha puesto ahora el acento en el citado carácter dramático e intimista del original, en una muy cuidada y grata puesta que ha conseguido ahondar en la verdad humana de los personajes, en sus respectivos abismos y crisis. Y siendo también ya un hombre de ópera, su exhaustivo trazo ha estado en comunión con una hermosa y exuberante partitura que es un prodigio de orquestación, de riqueza melódica, como signos distintivos en el estilo del genial compositor ruso, con arias de lucimiento para todos: el “Ah, Tania, Tania” de la contralto, la de la carta de la soprano, la del barítono que cierra el primer acto, el “Kuda kuda” del tenor, la del bajo en el tercer acto y la escena final del barítono y la soprano, más un vals que abre el segundo y una polonesa que inicia el tercero.

Desde ahora el titular de la Orquerta del Teatro Real, Gustavo Gimeno ha conseguido sacar todo el brillo a una orquesta que regularmente suena muy bien en todas sus secciones, y en este caso, por fortuna, siempre lejos de un tratamiento meloso del que muchas veces suele ser víctima su autor, porque su mayor talento estriba precisamente en saberse siempre mover airoso sobre la cuerda floja, como en un acto de riesgoso funambulismo. Algo parecido a lo que muchas veces le sucede a Verdi con el “chuntata”, en el que terminan cayendo tantos burdos e inexpertos directores de orquesta cuando se acercan sin conocimiento de causa a la obra del gran genio de Busseto.

Esta sobria pero suficiente coproducción con el Teatro de Oslo y el Liceo de Barcelona, que ha contado con diseños no menos a tono de escenografía de Raimund Orfer Voigt, de vestuario de Herbert Murauer y de iluminación de Olaf Winter, ha convocado de igual modo a estupendas voces capaces de abordar un cada vez más gozosamente programado acervo eslavo en sus lenguas originales. El reparto lo encabezan, en el trío neurálgico, el barítono ucraniano Iurii Samoilov (que lleva cantando el Oneguin casi veinte años y se lo sabe de memoria), la soprano rusa Kristina Mkhitaryan en una Tatiana dibujada e intensa, y el tenor también ucraniano Bogdan Volkov que desarrolla un Lenski sin desperdicios, haciendo patente que en el arte no hay diferencias ni escarceos políticos. Completan aquí la estraordinaria nómina vocal, ambos también rusos, la mezzo Victoria Karkacheva como Olga y el bajo Maxim Kuzmin-Karaveav como el príncipe Gremin. Todos han estado formidables en sus partes, en una de esas muy destacadas producciones del Teatro Real de antología y para el recuerdo. El Coro del Teatro Real, bajo la dirección de José Luis Basso, ha cerrado la pinza con broche de oro.