Cada 8 de marzo (8M) conmemoramos el Día Internacional de la Mujer. Cada 8M marchamos y alzamos la voz, con la esperanza de que la sociedad despierte y que todas y todos se den cuenta de que las mujeres nos enfrentamos a múltiples formas de desigualdad que persisten en nuestras sociedades. Entre ellas, una de las más profundas y normalizadas es la invisibilización del trabajo que realizamos las mujeres: la carga desproporcionada de trabajo no remunerado que recae sobre nuestros hombros. Esta labor, cuya importancia es tal, que sostiene la vida y la economía, sigue sin ser reconocida en los sistemas productivos y mucho menos en las políticas públicas.

El trabajo doméstico y de cuidados —que incluye no solo la limpieza y el cuidado del hogar, la preparación de alimentos, la crianza de hijas e hijos, sino también el cuidado de personas enfermas y personas adultas mayores— es la base del funcionamiento social. Sin embargo, al no ser remunerado, perpetúa una desigualdad estructural que limita nuestra autonomía económica, restringe nuestro acceso a mejores oportunidades laborales y mantiene la histórica división sexual del trabajo.

En México, la carga desigual del trabajo doméstico y de cuidados es evidente y los datos lo confirman. En promedio, cada una de nosotras dedica 2,139 horas al año a estas labores, mientras que los hombres apenas alcanzan 735 horas. Esta diferencia refleja una realidad ineludible: aunque hemos conquistado espacios en el mercado laboral, la carga doméstica sigue siendo nuestra. Nos enfrentamos a la “doble jornada”: trabajamos fuera de casa, pero al regresar, continuamos siendo las principales responsables del hogar y la familia.

Según el INEGI, el trabajo doméstico y de cuidados representa el 26.3 por ciento del Producto Interno Bruto (PIB) de México, lo que equivale a 8.4 billones de pesos anuales, más que industrias como la manufactura o la construcción. Sin embargo, este aporte sigue sin traducirse en derechos, en acceso a seguridad social o en políticas que promuevan la corresponsabilidad y alivien la carga sobre nosotras.

Uno de los factores que más profundiza esta desigualdad es la maternidad. Se espera socialmente que seamos quienes asumamos el cuidado de nuestras hijas e hijos, lo que nos limita en el ámbito laboral y nos expone a mayores formas de discriminación. Mientras que ser padre suele fortalecer la estabilidad profesional de los hombres, tradicionalmente concebidos como proveedores, para nosotras la maternidad es vista como un obstáculo.

Como he mencionado, el trabajo de cuidados no se limita a las infancias. En México, el 79 por ciento del tiempo dedicado a la atención de enfermos y adultos mayores también recae sobre las mujeres. Esta labor, agotadora e incesante, impacta nuestra salud física y emocional, además de ser una barrera para nuestra independencia económica. La falta de infraestructura de cuidados y el escaso apoyo del Estado nos obliga a muchas a abandonar empleos o aceptar trabajos precarizados para poder cumplir con ambas responsabilidades, para poder compatibilizar las labores de cuidado con el trabajo remunerado.

El trabajo de cuidados no puede seguir viéndose como una “responsabilidad natural” de las mujeres. La ONU ha sido clara: sin un reconocimiento explícito y una redistribución equitativa de estas tareas, la igualdad de género seguirá siendo un ideal inalcanzable.

Se necesitan acciones concretas. Primero, una inversión sustancial en sistemas de cuidado accesibles y de calidad, con guarderías o estancias infantiles, escuelas de tiempo completo o con jornada extendida, servicios para personas dependientes y permisos de paternidad y maternidad equitativos. Segundo, medidas que nos permitan acceder a empleos de calidad sin ser penalizadas por nuestra maternidad. Y tercero, campañas que rompan con los estereotipos de género y fomenten la corresponsabilidad en los hogares.

Un avance en la protección del trabajo no remunerado ha sido el derecho a una compensación económica en casos de divorcio. La Suprema Corte de Justicia de la Nación ha reconocido que, cuando una mujer ha dedicado años al hogar y la familia, tiene derecho a recibir una parte de los bienes adquiridos durante el matrimonio, incluso bajo el régimen de separación de bienes. Esta medida es un paso importante, pero no suficiente.

El problema no es solo qué sucede después del divorcio, sino qué medidas existen para que ninguna de nosotras tenga que elegir entre nuestro desarrollo profesional y las responsabilidades de cuidado. La compensación económica debe acompañarse de políticas que nos garanticen autonomía a lo largo de nuestra vida, no solo cuando nos enfrentamos a una separación o disolución del vínculo matrimonial.

El 8M es una oportunidad para visibilizar que la lucha por la igualdad de género no se trata solo del reconocimiento formal de nuestros formales, sino de transformar las estructuras económicas y sociales que siguen beneficiando a los hombres en detrimento nuestro. La deuda histórica con nosotras no se paga con discursos, sino con políticas que nos permitan vivir con autonomía, justicia y dignidad.

Es momento de reconocer, redistribuir y reducir el trabajo doméstico y de cuidados. Solo así podremos hablar de un verdadero avance hacia la equidad. Este 8M no basta con conmemorar; hay que exigir cambios estructurales que transformen nuestras vidas. Porque el trabajo invisible de hoy no puede seguir siendo la normalidad de mañana.

El informe “Más mujeres, mayor crecimiento”, del Instituto Mexicano para la Competitividad (IMCO) analiza el impacto económico de incrementar nuestra participación en la economía mexicana y propone estrategias para lograrlo.

En la última década, nuestra participación en la economía pasó del 43 por ciento al 46 por ciento, según cifras del INEGI. A pesar de este incremento, seguimos lejos del promedio de los países de la OCDE, donde la tasa es del 67 por ciento. Sin una estrategia efectiva para acelerar nuestra inclusión en el mercado laboral, México tardaría más de medio siglo en alcanzar ese nivel.

Asegurar una mayor incorporación en el mercado laboral no solo es un tema de equidad, sino una oportunidad clave para el crecimiento económico del país. Esto es más relevante ante retos como la informalidad y la baja productividad. Sin embargo, entre 2014 y 2024, el ritmo de crecimiento en nuestra participación laboral ha sido más lento que en los países de la OCDE, ampliando aún más la brecha de género.

Para acelerar nuestra inclusión en la economía y aprovechar nuestro talento, es urgente adoptar estrategias concretas. Entre ellas, la creación de un sistema integral de cuidados accesible, que nos permita equilibrar nuestras responsabilidades laborales y familiares. También es crucial que el sector privado promueva inversiones y proyectos que incluyan a más mujeres en todos los niveles, garantizando un entorno laboral con igualdad de oportunidades. Los tiempos de los discursos vacuos y de las políticas con fines decorativos deben quedar atrás, es tiempo de una verdadera transformación social, es tiempo de dejar atrás la división sexual del trabajo.

Es indispensable mejorar las condiciones laborales, garantizando empleos dignos, con acceso a seguridad social y oportunidades de crecimiento, lo que también sirve para reducir la informalidad, donde lamentablemente se concentran muchas mujeres trabajadoras. Igualmente se debe ampliar nuestro acceso a programas de capacitación para asegurar a las mujeres empleos mejor remunerados y con posibilidades reales de ascenso.

Si no se toman medidas urgentes, México seguirá perdiendo oportunidades de crecimiento, porque hay que decirlo fuerte y claro, cerrar la brecha de género nos es solo tema de derechos humanos de las mujeres, es también un tema de desarrollo económico. Aumentar nuestra participación en la economía no solo nos beneficia a nivel individual, sino que fortalece la competitividad del país en su conjunto. Para lograrlo, tanto el sector público como el privado deben asumir su responsabilidad y emprender acciones concretas que nos garanticen un entorno más equitativo y con mayores y mejores oportunidades.

Para que nuestra inclusión económica deje de ser solo un ideal y se convierta en una realidad, necesitamos políticas públicas con verdadera perspectiva de género. No basta con aplaudir la llegada de mujeres a cargos de poder o asumir que su sola presencia cambiará las estructuras. La igualdad no se consigue con símbolos, sino con acciones que transformen las condiciones laborales, reduzcan la carga de cuidados y nos garanticen acceso a oportunidades reales.

Si la presencia de mujeres en el poder no se traduce en políticas efectivas que impulsen nuestra autonomía económica, la narrativa de inclusión quedará reducida a un gesto vacío. La silla del águila no es suficiente si seguimos enfrentando brechas salariales, discriminación laboral, falta de seguridad social y la sobrecarga del trabajo no remunerado.

México no puede darse el lujo de desperdiciar el talento de la mitad de su población. Es hora de que las políticas de igualdad dejen de ser un discurso conveniente y se conviertan en un compromiso real con nosotras, las mujeres que sostenemos este país con nuestro trabajo, dentro y fuera del hogar. Es tiempo de mujeres sí, pero es tiempo de los derechos de las mujeres.