La legitimidad del sistema internacional está amenazada. Tan arriesgada coyuntura se agrega a una cadena de eventos inéditos, que en las últimas décadas han polarizado ánimos. Hagamos memoria. Con motivo de la caída del Muro de Berlín la comunidad de naciones abrazó, eufórica, la promesa de un entorno más justo, democrático y libre. La luna de miel fue efímera; los ataques del 9/11 acarrearon insólitas y graves amenazas a la paz y la seguridad. Poco después, en la búsqueda de respuestas, la globalización concentró la riqueza y agudizó la pobreza. Ahora, con focos de tensión estructural en diferentes regiones, Washington alimenta la discordia al despreciar las buenas formas diplomáticas y cuestionar el valor del Derecho Internacional. Inopinadamente, con ocurrencias de efecto tan incierto como peligroso, se pasa de una etapa donde la convivencia se funda en valores compartidos, a otra en la que solo hay intereses. Hoy, cuando el fantasma del aislacionismo ronda por la Casa Blanca, se avizoran vacíos de poder que naturalmente serán ocupados por terceros estados, incluso mediante el uso de la fuerza, para sacar ventaja del caos mundial. Así, en un proceso improvisado y desaseado, que lastima confianzas políticas, se estimula a las potencias a dar brío a sus ambiciones hegemónicas. Estas últimas, antiguas y nuevas, tarde o temprano habrán de ceder el paso al conflicto, uno que nadie desea pero que en el horizonte se perfila como posible y catastrófico.
El estado de cosas acusa un avivado deterioro de los acuerdos básicos que sostienen, con alfileres, al sistema multilateral. En poco tiempo, hemos sido testigos de la forma en que Estados Unidos pierde autoridad porque archiva la política exterior que suma y la sustituye por otra, que demerita alianzas y la cooperación que tradicionalmente le han ofrecido tantos países amigos. Su cálculo frente a un mundo en constante transformación, históricamente confeccionado en función de las prioridades de la administración en turno, pero siempre con la idea de mantener un liderazgo global legítimo, cede a enfoques reduccionistas y maniqueos, que a través de la amenaza buscan someter para luego negociar. Los riesgos son enormes, en primer lugar para el pueblo estadounidense, que acaricia la posibilidad de ser víctima de una recesión económica autogenerada y del más serio descalabro a sus libertades civiles y a su flaco igualitarismo democrático.
Porque son frágiles, las relaciones internacionales requieren liderazgos proactivos, responsables y propositivos, que para robustecer la paz exploren opciones de diálogo constructivo y de desarrollo con justicia. Lo contrario corroe y debilita al orden liberal y westfaliano. Hoy es tiempo para hablar y negociar, sin imponer ni descalificar, porque los juegos de suma cero no aportan a un futuro compartido e interdependiente. Ante la seriedad de los retrocesos, se precisa mover piezas para una apuesta alternativa, en la que todos los pueblos puedan avanzar y ganar, donde los recursos finitos del planeta común se utilicen de manera sustentable y para beneficio colectivo. En un contexto orwelliano y que parece de ficción, la diplomacia debe abrazar la prudencia e invocar a Platón, quien con tino señaló que es buscando el bien de nuestros semejantes como podremos encontrar el nuestro.
El autor es doctor en Ciencias Políticas e internacionalista.


