Luego de un primer periodo de creación tan prolífico como accidentado para Giuseppe Verdi (Le Roncole, 1813-Milán, 1901), que representó poco más de los primeros diez años en la carrera de un joven compositor que experimentó una mucho menos precoz y afortunada iniciación en el mundo de la música, a diferencia de sus antecesores Bellini y Donizetti, vino el ascenso a partir de la famosa trilogía integrada por Rigoletto, El trovador y La Traviata. Tres años seguidos de gloria en la trayectoria de un para entonces ya cuadragenario compositor, la concepción dramática que está en la base de estas tres óperas deriva directamente ––por amplitud y profundización–– del drama romántico tradicional; pero, en el interior de esta nueva visión, aparecen aisladas ciertas experiencias que se habían llevado a cabo en las óperas precedentes y para entonces habían reconquistado vigor y sentido unitario.

El éxito de la citada trilogía decretó por fin la definitiva victoria de Verdi en la batalla emprendida diez años antes para la conquista de los teatros italianos, absoluta ya hacia la segunda mitad del siglo XIX. A los ojos del mismo compositor ratificaba el punto de llegada, después del cual la propia dramaturgia verdiana corría el riesgo de verse condenada a la repetición de sí misma. Pero Verdi, para entonces ya en desahogada situación económica, no tenía intención de hacer de mercader, es decir, de explotar el cliché del éxito para escribir después de La Traviata una ópera al año, por lo que, para beneficio de sí mismo (de su talento y de su olfato musicales, por supuesto) y de la ópera italiana, optó por fortuna por el más espinoso camino de la búsqueda y de la experimentación.

Hombre de teatro siempre comprometido con el proceso de escritura literaria, Verdi pidió a su cercano amigo y entonces libretista de cabecera Francesco Maria Piave que escribiera un argumento a partir del drama El rey se divierte, de Víctor Hugo, considerando que se trataba de un tema y un personaje sin vacíos ni escarceos. Por su crítica frontal y sin eufemismos, el célebre escritor francés había sido víctima de la censura, y Verdi y Piave enfrentaron el reto a sabiendas de que las huestes conservadoras también arremeterían en su contra, con todo lo que ello implicara de tener que remar contracorriente. De todos modos, consintieron en hacer algunos ajustes para no zaherir susceptibilidades, si bien la crudeza de la historia y el proceder de los entes en vilo siguen descubriendo esa naturaleza punzante: contrasta la condición deforme del bufón de la corte de Mantua, cruel y resentido, con la de su señor, el cínico y poderoso duque, seductor nato y sin escrúpulos. Verdi y Piave trasladaron la acción a la corte renacentista de un innominado duque de Mantua (que se ha querido identificar con Vicente I Gonzaga), pero el libreto sigue con concisión y gran fidelidad la obra francesa. La música de Verdi imprime, sin embargo, tales complejidad y densidad a los personajes y situaciones, que Michel Butor afirmó que el original encontró su verdadera forma en Rigoletto.

La brillante partitura verdiana inauguró una nueva manera del compositor para sobrepasar los límites vigentes hasta entonces de la ópera romántica italiana, lejos de limitarse ya a ser un mero acompañamiento del canto. La música está aquí ahora al servicio de la expresión de sentimientos distintos y cambiantes, y arias y recitativos buscan su sustancia en la materia dramática. Memorables son el magnífico cuarteto “Bella figlia dell’amore” que interpretan la soprano, la mezzo, el tenor y el barítono, y muy especialmente en las arias más conocidas, el “Caro nome” de la soprano (glorioso canto de amor adolescente), y el contundente “Cortigiani, vil razza dannata” del barítono que muestra el odio y el afán de venganza de Rigoletto, y por supuesto “La donna è mobile” del tenor.

Obra de repertorio, volvió una vez más a la Metropolitan Opera House de Nueva York, ahora con el barítono verdiano italiano Luca Salsi que se ha hecho particularmente famoso con este personaje que constituye una auténtica tour de force para quienes han fincado buena parte de su carrera con el famoso contrahecho verdiano. En la línea de la tradición de los grandes barítonos italianos, de los Ruffo y Bastianini, los Taddei y Capuccilli, los Bruson y Nucci, su famosa aria del segundo acto estuvo pletórica de fuerza y musicalidad, de lirismo y hondura dramática. Igual me gustó mucho la soprano norteamericana Erin Morley, con la coloratura ideal para interpretar una Gilda de sedosas claridad y precisión. Con bombo y platillo habían anunciado al tenor samoano Pene Pati, pero en cambio escuchamos a un discreto Duque de Mantua en voz del norteamericano Zach Borichevsky, a quien agradecimos su limpieza de canto sin mayores aspavientos. Completaron la nómina vocal, en ese mismo estado de corrección, la mezzosoprano tunecino-canadiense Rihab Chaieb (la conocíamos por su celebrada Carmen en el Teatro Real de Madrid) y el bajo también norteamericano Soloman Howard.

Bajo una dirección musical correcta del invitado italiano Daniele Callegari, esta vigorosa partitura de Verdi volvió a relucir con los experimentados atriles de una orquesta que se la sabe de memoria y está muy bien aceitadita en todas sus secciones. En dos largas temporadas y con dos muy buenos elencos, pudimos disfrutar de una tradicional y vistosa producción de esta famosa ópera de Verdi firmada por Bartlett Sher, con aplaudidos diseños de escenografía, vestuario e iluminación, respectivamente, de Michael Yeargan, Catalina Zuber y Donald Holder. Otro título de batalla y sin riesgos de una prestigiada casa de ópera que de un tiempo para acá ha decidido apostar menos y asegurar la taquilla, si bien hay todavía un público operístico ––es cierto que cada vez más escaso–– ávido de nuevos descubrimientos y sorpresas, de autores menos tocados y obras menos vistas.