Cuando la realidad se vuelve irresistible,

la ficción es un refugio. Refugio de tristes,

nostálgicos y soñadores.

    1. V. Ll.

 

La primera impresión de Mario Vargas Llosa (Arequipa, 1936-Lima, 2025) cuando le llamaron de la Academia Sueca para darle la nueva de que se había hecho acreedor al Premio Nobel de Literatura 2010, fue mostrarse incrédulo y suponer que se trataba de una broma. Si entre las mayores pifias en la historia del Nobel literario está el no haber reconocido en su momento la obra monumental de escritores como Kafka, Joyce, Proust o Borges, por sólo mencionar algunos de los más escandalosos olvidos en la materia, amén de otras designaciones más por motivos políticos que estrictamente estéticos, el que se le haya concedido hizo honor a uno de los escritores que con sobrados méritos estuvo entre quienes protagonizaron el curso de la narrativa del siglo XX.

Uno de los más notables narradores del llamado boom latinoamericano que propició la atención del mundo por abordar una realidad, muy de este lado del mundo, con recursos literarios y estilísticos inéditos, con escritores de la talla del colombiano Gabriel García Márquez, el mexicano Carlos Fuentes, el argentino Julio Cortázar, el uruguayo Juan Carlos Onetti o el chileno José Donoso, Vargas Llosa se hizo notar desde su inicial novela La ciudad y los perros de 1962, despiadado retrato de su siniestra experiencia personal como interno de la severa y ruda institución académica militar Leoncio Prado de Lima.

Aparecida apenas un lustro después de su primera publicación Los jefes, libro de seis narraciones cortas ambientadas en la vida callejera de Piura y Lima, con jóvenes adolescentes como personajes inmersos en un mundo violento y reflejo de una sociedad degrada moralmente, La ciudad y los perros recrudece temática y formalmente ese estado de barbarie urbana que se intensifica además por la atmósfera represiva y salvaje de los adolescentes internos en una institución académica a caballo entre el reformatorio y la escuela militar.

Novela en cierto modo autobiográfica, conforme fue lo que Vargas Llosa vio de cerca en su paso por Leoncio Prado, constituye una casi incendiaria crítica de la arbitraria inutilidad de la educación paramilitar recibida por jóvenes todavía susceptibles y en proceso de formación, víctimas y a la vez victimarios de un centro reformista donde más bien se enseña y prevalecen paradójicamente el vicio, la depravación y la violencia bruta. Mal recibida por los grupos más reaccionarios del Perú, se sabe que en el exhibido colegio militar se realizó una especie de pira fúnebre, como sabotaje a la novela, donde se quemaron muchos ejemplares. Como suele suceder cuando los artistas se adelantan a su tiempo, pues son visionarios de movimientos por venir, el autor de la incendiaria La ciudad y los perros se afianzó en la que sabía era su veta narrativa personal por explotar.

Así, con una presencia para entonces fortalecida a través de sus no menos medulares ejercicios periodístico y docente dentro y fuera de su país, sus siguientes La casa verde y Conversación en la catedral, de 1966 y 1969, respectivamente, plantearon un ejercio de experimentación estilística y de estructura narrativa mucho más arriesgado y propositivo, tras la búsqueda de lo que él mismo llamaba “novela totalizadora” (su ensayo en torno a Flaubert, La orgía perpetua, su maestro de cabecera, será determinante), conforme a través de diversos planos superpuestos y desde distintos enfoques narrativos ofrece una visión global de la realidad. De mucha mayor complicación estructural, ambas cuentan historias que se desarrollan simultáneamente en escenarios distantes, con un manejo temporal y espacial que si bien exige a un lector mucho más atento, a su vez lo premia con un bagaje de elementos e instrumental para decodificar esa realidad focalizada.

Con un lugar ya inamovible en el contexto de las letras hispanoamericanas, el Mario Vargas Llosa de las dos décadas posteriores se caracterizará por una producción tan prolija como ecléctica, con sonados éxitos editoriales como Pantaleón y las visitadoras, La tía Julia y el escribidor, su magistral y apocalíptica La guerra del fin del mundo (historia alucinante basada en un hecho real: el enfrentamiento entre una secta religiosa y el poder establecido, en una zona de Brasil a finales del siglo XIX), La historia de Mayta, ¿Quién mató a Palomino Molero?, El hablador y el sui generis ejerció erótico/escatológico Elogio de la madrastra.

De esos años serían también sus dos más sólidas aportaciones al género dramático, La señorita de Tacna y Kathie y el hipopótamo. Después de una intensa vida política que nos llevó a pensar que por desgracia perderíamos a uno de los más sólidos y lúcidos escritores latinoamericanos de las más recientes seis décadas (“La política saca a flote lo peor del ser humano”), Vargas Llosa regresó a su vocación primera y donde pasará a la historia. Con nuevos bríos, y luego de la escritura del autobiográfico El pez en el agua donde exorcizó a los demonios de su derrota por la presidencia de su país, y aunque dándose el mismo tiempo de antes para lo que se llama “la cocina de la escritura”, vinieron después Lituma en los Andes, Los cuadernos de don Rigoberto, La fiesta del chivo, El paraíso en la otra esquina (maravilloso diálogo, en dos tiempos distintos y distantes, de Gauguin y su abuela Flora Tristán), Travesuras de la niña mala y El sueño del celta.

Un no menos extraordinario y lúcido ensayista, punto y aparte es su más que visionario acercamiento a la obra de García Márquez, concebido cuando todavía no se habían distanciado, Historia de un deicidio, hasta la fecha el más importante estudio en torno a la obra del autor (el otro Premio Nobel del boom) de Cien años de soledad. No menos apasionante e imprescindible es su otro gran ensayo en derredor de un narrador y una obra igualmente indispensables en su formación literaria (“Seríamos peores de los que somos sin los buenos libros que leímos”), La tentación de lo imposible: Víctor Hugo y Los miserables.

No menos elocuente es su tesis contenida en La verdad de las mentiras, que de alguna manera esgrime la tesis poética de su deslumbrante narrativa, y los tres tomos que contienen buena parte de su producción periodística, Contra viento y marea, constituyen una invaluable lección para quienes ofician o estudian esta profesión que el propio Vargas Llosa reconocía indispensable en su contacto y comunicación con el mundo. Otros dos libros cardinales en el tránsito protagónico de este además notable pensador e intelectual, ambos memorables, son su no menos sorprendente declaración de afecto y admiración por otro de los más grandes escritores del siglo XX, argentino universal, Medio siglo con Borges (“La perfección absoluta no parece de este mundo, ni siquiera en obras artísticas de creadores que, como Borges, estuvieron más cerca de lograrla”) y su gran ensayo en torno a los más aberrantes embelecos de un mundo actual ensoberbecido en su liviandad, La civilización del espectáculo.