A mis talentosos sobrinos arquitectos Andy, Fefa y Joel
La gran perdedora en la pasada entrega de los Oscares, The Brutalist, del joven y muy talentoso realizador norteamericano Brady Corbet, es una de esas grandes cintas épicas de iniciación ––apenas su segundo largometraje–– que superan su época, conforme se construyen y erigen muy por encima del común denominador, dentro de una industria en la cual suelen predominar la controversia y la parafernalia, la complacencia y el efectismo. Muy fuera de ese estereotipo, pero por lo mismo muy actual y necesaria, la película de Corbet rompe con toda clase de moldes establecidos, no sólo por sus proporciones francamente wagnerianas (con una duración de cuatro horas, está dividida en dos largas partes, con prólogo, interludio y epílogo), sino también por sus motivaciones y própositos. De raigambre humanista, en cuanto la mueve una necesidad auténtica de su autor por ahondar en resquicios oscuros de nuestra siempre convulsa naturaleza, The Brutalist logra tocar fibras muy sensibles, por lo que trata y cómo lo trata, volviéndonos a hacer patente esa expresión que sin eufemismos nos define desde los clásicos: Homo hominis lupus.
Y es que el mejor cine, como forma de arte y como medio de comunicación, ha sido desde sus orígenes también espacio propicio para explorar la complejidad de la experiencia humana, de nuestra entreverada y a la vez elemental condicion en sus estadios de mayores claroscuros, de cara a sus rasgos más sublimes y más grotescos, como bien escribieron los románticos. Y si en su necesidad de contar experiencias específicas el arte cinematográfico se enfrenta necesariamente al desafío de contextualizar esa esencia de lo vivido en un tiempo determinado, en su afán de ser espejo de la existencia, The Brutalist logra retratar no solo la vida de un ente atribulado, sino también y sobre todo los convulsos matices de una época, de un país y de una condición humana en perpetuo movimiento, porque, como bien escribió José Ortega y Gasset, “El hombre es él y sus circunstancias”.
La historia de un ficticio gran arquitecto visionario judío-húngaro Laszlo Töth que bien pudo haber existido (de ahí la gran verdad de las mentiras a la que se refiere Mario Vargas Llosa, como esencia del arte), The Brutalist condensa las contrastantes experiencias de un artista refugiado en Estados Unidos tras huir del horrendo fascismo persecutorio nazi. Este formidable e inteligente largometraje de Corbet aborda temas tan universales y neurálgicos como la inmigración, la traumática búsqueda de identidad y el brutal choque con un contrastante sistema incluyente que, aunque ofrece oportunidades, igual está imbuido de desigualdad y explotación, de múltiples prácticas racistas y xenófobas. En su tratamiento de los dilemas de la migración, Corbet refleja un proceso que no ha perdido relevancia a lo largo del tiempo, y que de cara a América Latina y a nuestro país en particular cobra una importancia nodal, sobre todo en las circunstancias que hoy vivimos. A pesar de haber transcurrido más de setenta años desde la Segunda Guerra Mundial, lo cierto es que los ecos de la discriminación y el racismo persisten en el tejido social norteamericano, dentro y fuera del aparato, como realidad social y como práctica sistémica.
La elección del formato y el estilo visual de la cinta arriesgada y propositiva de Brady Corbet lejos está de ser pretensiosa sin justificación, en cuanto estructura total y congruente, unitaria, que al fin de cuenta es a lo que apuesta toda obra artística de verdad. Rodada en 70 milímetros, The Brutalist, haciendo alusión a la escuela arquitectónica que enarbola este destacado “discípulo” de la Bauhaus y su prominente padre Walter Gropius (también pareja de Alma Mahler, con quien tuvo una hija, Manon, de prematuro fin trágico), adopta un enfoque estético que evoca el cine clásico, ofreciendo una experiencia inmersiva donde los detalles de la vida cotidiana, el arte como un todo y la propia arquitectura se entrelazan de manera orgánica, sin resquicios, sin vacíos. Ese es uno de los grandes logros de su joven y también visionario realizador, sobre todo considerando las citadas dimensiones de un filme que desde el principio atrapa a un espectador potencial igualmente activo y crítico. Su protagonista, el extraordinario y premiado actor Adrien Brody, logra encarnar la lucha existencial de muchos inmigrantes, el deseo de asentar raíces en un nuevo hogar (en un “Nuevo Mundo”, evocando la famosa Novena Sinfonía de Antonín Dvorák), mientras se enfrenta a la carga del pasado y a las heridas aun abiertas por las atrocidades del enloquecido nazismo y sus fanáticos y abyectos esbirros.
Crítica abierta y sin censuras a la noción del “American Dream”, a través de la mirada incisiva de Corbet se exponen los excesos de un capitalismo que lejos está de ser la panacea, no como la tierra de oportunidades que prometía ser, sino como un sistema que devora a aquellos que buscan, en una guerra encarnizada, triunfar dentro de él; todavía no se conocían del todo, en menoscabo de las utopías, las calamidades de un socialismo que en la práctica igual ha fracasado. La figura del empresario, interpretada por Guy Pearce, se convierte en un símbolo del desengaño; la ilusión de apoyo y éxito personal se desdibuja al ser confrontada con una realidad implacable que se beneficia del trabajo ajeno, que se apropia de él y hasta de su dignidad. En una extraordinaria e impecable puesta, con formidables intérperes comprometidos a fondo con el proyecto, acompañan a los arriba citados, Felicity Jones, Joe Alwyn, Raffey Cassidy y Stacy Martin.
El uso de elementos narrativos como los noticieros falsos no solo contextualiza la historia y sitúa al espectador en las corrientes políticas de cada década, sino que también resalta la manipulación de la verdad, un tema atemporal que pareciera resonar con mayor fuerza y encontrar eco en la actualidad. ¡Otra vez, y como siempre, los abusos de la propaganda! Este enfoque resulta poderoso, ya que cada avance en la trama se entrelaza con las vicisitudes sociales y económicas de un país que, a pesar de sus proclamaciones de libertad e igualdad, esconde profundas fracturas en su tejido social, profundos resentimientos. Corbet y su coguionista Mona Fastvold logran así ofrecer una visión profunda y matizada de las múltiples facetas de la experiencia migratoria, y los espléndidos montaje de Dávid Jancsó, fotografia de Lol Crawley y música de Daniel Blumberg contribuyen en ese todo narrativo poderoso y poético, porque la poesía suele emanar, con más fuerza, de lo más terrible y doloroso, de los sinsabores de la existencia, de un hondo diálogo con la vida y con la muerte.
Brady Corbet nos ofrece con su soprendente y atípica The Brutalist no solo un caleidoscopio de profundas emociones, sino además un necesario espacio de reflexión. Mientras sus personajes navegan entre la esperanza y el vacío, el espectador también es compelido a cuestionar las narrativas dominantes sobre la inmigración y el éxito, indagando en las verdades ocultas detrás de los logros individuales en un paisaje cultural y social que frecuentemente minimiza el esfuerzo humano, porque en esta selva competitiva pareciera que solo logran sobrevivir los más cínicos y atrabiliarios, si acaso los más obstinados y resilentes. Al igual que el arquitecto protagonista, que trabaja para construir algo duradero a pesar de su precariedad, The Brutalist nos convida a contemplar la complejidad de un legado que se teje entre la memoria, el arte y la lucha por la dignidad, en un mundo que parece cada vez más sordo e indiferente a tales aspiraciones auténticas.