La reciente enfermedad y convalecencia del Papa Francisco, alertaron a la cúpula vaticana sobre un factible proceso de sucesión, ya sea por ausencia del Pontífice o por su eventual dimisión, tal y como ocurrió con su antecesor Benedicto XVI. Esta contingencia tendría como sustento que, en 2013, el propio Francisco presentó una carta de renuncia, para ser utilizada en caso de impedimento por motivos de salud. Por ahora, la mejoría del Obispo de Roma ha postergado este escenario, aunque no sin consecuencias. En efecto, debido a su avanzada edad, ya se barajan nombres de purpurados que podrían sucederlo y se teoriza sobre el sesgo que seguiría la Iglesia en función de la decisión que, en su oportunidad, abrace el respectivo cónclave.
Francisco ha conducido al catolicismo en un mundo agitado, donde el relativismo cultural y la herencia conservadora de Juan Pablo II y Benedicto XVI propician que los templos estén vacíos. En tal tesitura, el progresismo narrativo de su reinado, contrasta con la falta de acciones que acrediten esa voluntad renovadora. Al respecto, viene a la memoria lo dicho por Christian Hans Kolvenbach, el “papa negro” (mayor de los jesuitas), en ocasión de la elección de Juan Pablo II, de que esa orden guardaría silencio durante su pontificado, al que avizoraba como un retroceso de más de cien años en las enseñanzas de la Iglesia. Con ese antecedente y siendo jesuita, se habría esperado de Francisco una esmerada labor de actualización de dichas enseñanzas, en el espíritu de apertura (aggiornamento) del Concilio Vaticano II. Sin embargo, no ha sido así. A manera de ejemplo, en lo pastoral Jorge Bergoglio suscribe el Catecismo de la Iglesia Católica aprobado por Karol Wojtyla en 1992 no obstante que, según afamados teólogos, se aferra al paradigma del Dios absoluto e intolerante, en detrimento del propuesto por el mencionado Concilio, que es cercano a la gente y sus necesidades. Acerca del Catecismo, Francisco se limitó a abolir el artículo que permitía la pena de muerte “cuando esta fuera el único camino posible”.
Habrá quienes aprecien la crítica papal al sistema económico neoliberal, que en su opinión nutre una “cultura del descarte” porque excluye a la gente, forja pobreza y socava los recursos del planeta. Tienen razón, pero se quedan cortos. Cierto es que sus encíclicas Dilexit nos (2024), Lumen Fidei (2013), Laudato Si (2015) y Fratelli Tutti (2020), buscan favorecer la solidaridad y el reparto justo de la riqueza, los Derechos Humanos y el desarrollo sostenible. Sin embargo, Francisco poco ha dicho del papel que está llamada a desempeñar la propia Iglesia a fin de atender, con criterio innovador, temas de familia y salud reproductiva; para atraer y no juzgar a los jóvenes, avanzar en la agenda de la comunidad LGBTQ+ y ofrecer la comunión a las personas divorciadas. Roma también ha sido omisa en la discusión del papel sustantivo que puede cumplir la mujer en la Iglesia, en el fomento de la colegialidad del Sínodo de Obispos y, mayormente, en la búsqueda de soluciones a acontecimientos como los de Ucrania y Medio Oriente, entre otros que son motivo de vergüenza para la humanidad. Así las cosas, llegada la ocasión de buscar al sucesor, los electores podrán apostar, como lo hizo Juan XXIII, a que en el mundo impere el bien común (Pacem in Terris) y que las ventanas de la Iglesia se abran para que los religiosos vean hacia afuera y la gente hacia adentro. Ojalá así ocurra. Omnia vincit amor.
El autor es doctor en Ciencias Políticas e internacionalista.


