A la memoria de María Teresa Castrillón
Algo así como lo que representa el lied en el campo de la lírica, en cuanto a decantación compositiva y finura, lo es la música de cámara en el terreno de la instrumental. Y quizá sea en el seno de los cuartetos de cuerdas, desde sus orígenes a mediados del siglo XVIII, y desde cuando los más grandes compositores le comenzaron a dar un lugar muy especial (Haydn, Boccherini, Mozart, Beethoven, Schubert, Schumann, Brahms, Mendelssohn, Bartók, Schönberg, Berg, Shostakovich), donde la interrelación entre los intérpretes ha alcanzado su cúspide, convirtiéndose en una experiencia musical única y transformadora. He ahí esa hermosísima y honda película de Yaron Zilberman que no me canso de ver, A Late Quartet, haciendo alusión al Opus 131 de Beethoven que representa el numen en la materia. Ha habido y hay extraordinarios cuartetos de cuerdas: Amadeus, Bartók, Budapest, Ébene, Emerson, Kronos, Juilliard, Takács, etcétera, y el Casals, desde su fundación en el año 2000, ha pasado a formar parte de esa lista selecta de agrupaciones integradas por dos violines, viola y violochelo.
Fundado por cuatro extraordinarios músicos que coincidieron en la Escuela de Música de Barcelona, en declarado homenaje al célebre violonchelista catalán, el Cuarteto Casals ha recorrido un camino pletórico de reconocimientos a su calidad, entre otros el haber podido ofrecer recientemente, en el Teatro Real de Madrid, un concierto memorable con los Stradivarius del acervo de la Corona. Como los demás conjuntos arriba mencionados, la calidad de este cuarteto radica no solo en la destreza individual de sus miembros, sino en su capacidad para fusionar sus personalidades musicales en un todo arquitectónicamente coherente, siempre tras la búsqueda de la perfección. También como sus homólogos, la magia que emana de esta agrupación se asienta en la habilidad de los integrantes para escuchar y responder a los demás, creando así un diálogo sonoro que trasciende la mera ejecución de las notas, como se constata en varias de sus grabaciones ya de antología.
El repertorio del Cuarteto Casals es vasto y ecléctico, abarcando desde las obras maestras del canon clásico hasta composiciones contemporáneas que, en muchos casos, han sido escritas especialmente para ellos. Esta pluralidad no solo refleja su versatilidad, sino de igual modo su deseo de contribuir a la evolución del repertorio, ofreciendo a su público un espectro sonoro que es, al mismo tiempo, tradicional y vanguardista, enraizado en una sólida herencia pero a la vez con un sello propio indiscutible. Algún reconocido crítico ha escrito, por ejemplo, resaltando el talento y el virtuosismo de sus ejecutantes, que su interpretación de los cuartetos de Beethoven poseen una claridad y una profundidad que invitan al oyente a una reflexión íntima sobre la condición humana, rasgo indiscutible de los más memorables y trascendentales del gran genio de Bonn, en especial los últimos cuatro, desde el 12 hasta el 15, incluyendo por supuesto el Opus 133 o Grosse Fugue, cuando el compositor se encontrada particularmente atribulado.
Sin embargo, el mayor signo de excelencia del Cuarteto Casals no reside únicamente en la técnica impecable de sus integrantes en solitario y en conjunto, sino además en la capacidad de la agrupación como un todo para iluminar las sutilezas del texto musical al que ineludiblemente respetan y reconocen como fuente primaria. La verdadera grandeza del conjunto se manifiesta en la forma en que logran conectar con su audiencia, estableciendo un puente emocional que invita a la introspección, al reconocimiento, sin distracciones superfluas, de autores y obras de su ecléctico repertorio. Cada interpretación es, en efecto, un llamado a compartir un momento único, un susurro musical que evoca emociones profundas y resonantes.
Poco después de la gran celebrada velada en el Teatro Real del 20 de enero, pude verlo y escucharlo en otro no menos emocionante en la Sala de Cámara del Auditorio Nacional de Música del mismo Madrid, dentro del programa Liceo de Cámara XXI. El programa estuvo integrado por el Cuarteto de cuerdas en Do mayor, Opus 20, número 2, del considerado padre del género, Franz Joseph Haydn, quien por cierto sería maestro e influiría notablemente en dos de sus más célebres discípulos, Wolfgang Amadeus Mozart y Ludwig van Beethoven. De 1772, es un prodigio de escritura, sobre todo si se considera que el hoy ya variado y extenso repertorio para tan fino apartado de la música de concierto apenas se estaba entonces empezando a conformar. Luego vino el Cuarteto de cuerdas No. 20 en Re mayor “Hoffmeister” (dedicado a uno de sus entrañables amigos, quien lo publicó), K. 499, de Mozart, de 1786, de un periodo ya de plena madurez del gran genio de Salzburgo.
Declarado brahmsiano que soy, pues me parece que con el célebre gran compositor de Hamburgo el género vivió otro de sus grandes momentos de esplendor, disfruté particularmente su versión del Cuarteto de cuerdas No. 1 en Do menor, Opus 51, del también autor del Requiem alemán. Se sabe que la exigente autocrítica de Brahms le habia llevado a no aceptar alrededor de veinte obras anteriores en el género, de ahí la dificultad y la perfección de esta partitura de un compositor para entonces ya cuadragenario. Para ese momento ya había escrito y publicado un par de sextetos de cuardas, dos piano cuartetos y un piano quinteto, más un trío para violín, trompa y piano, y una sonata para violochelo y piano, en muchas ocasiones buscando que no se le comparara con su antecesor e idolatrado Beethoven. Obra maestra, el Cuarteto Casals supo subrayar la nutrida coherencia existente en el material temático que aquí fluye de manera natural, pues un solo núcleo es la fuente de los temas de los movimientos de apertura y cierre, con el repentino ascenso de un movimiento más que brahmsiano que se ha dado en llamar “robusto y sentimental”.
En un un momento culminante de la evolución del repertorio camerístico, la escritura de cuerdas de Brahms exhibe desde aquí una textura que hace que sus partituras en la materia sean siempre gratificantes, tanto para los ejecutantes como para el público escucha. Abre y cierra con allegro, dentro de una estructura magistral que superpone elementos temáticos, conservando la tonalidad de Do menor en todo momento, y siempre evitando la resolución de la tonalidad mayor que coronaría hasta en la primera de sus cuatro sinfonías poco tiempo después.