En una tristemente postergada visita de reconocimiento a Chicago, ciudad que a mi esposa y a mí nos fascinó por su armónica fisonomía y su deslumbrante arquitectura, por todo cuanto ofrece en materia cultural, una parada obligada era ir a escuchar, en su hermosa sede de la Avenida Michigan, a la ya mítica gran Orquesta Sinfónica de Chicago. Una de las agrupaciones musicales más prestigiosas del mundo, su historia se remonta a finales del siglo XIX, cuando su fundador Theodore Thomas estableció las simientes de una estupenda agrupación que su sucesor Frederick Stock, en un largo periodo de casi cuatro décadas al frente de ella, convirtió en una de las principales orquestas del país. Con el paso de importantes batutas como Fritz Reiner, Seiji Ozawa y sobre todo Georg Solti se consolidaría como una de las instituciones musicales más activas y sobresalientes del mundo.
Después de un periodo no menos fructífero de su ya titular emérito, el gran Riccardo Muti, y ya con la talentosa joven batuta finlandesa Klaus Mäkelä al frente de ella, tuvimos oportunidad de escuchar además al también extraordinario joven pianista ruro Daniil Trifonov. Premios Chaikovski y Chopin, puso ahora a prueba su impecable técnica con el especialmente difícil Concierto No. 2 de Johannes Brahms, prodigio de escritura, y entendimos por qué la propia Martha Argerich ha dicho que “Trifonov es uno de esos intérpretes que tienen todo y más”, conforme consigue combinar la pasión con la precisión, una técnica excepcional con una profunda expresión artística, de ahí su apego con la obra de otros compositores como Chopin, Liszt, Rachmaninoff, Prokofiev.
Separada por alrededor de veinte años de su hermano el op. 15, este op. 83 constituye una las obras cumbres del repertorio pianístico, testimonio de la madurez absoluta de su genial autor. Estrenado en Budapest en 1881, con el propio compositor al piano, desde su primer movimiento, “Allegro non troppo”, se aprecian su grandiosidad y su compleja escritura, en la medida en que Brahms consigue entrelazar desde un principio exuberancia orquestal con virtuosismo pianístico, en un diálogo más que equilibrado entre ambos. Agrupación formidable en todas sus secciones, orquesta y solista invitado consiguieron dibujar esa extensa exposición inicial que establece una rica paleta de matices y emociones, entremezclando diversos temas melódicos que aquí evolucionan a través de un desarrollo perfectamente intrincado. Desde un inicio Trifonov hizo gala no sólo de su destreza técnica, de su virtuosismo, sino además de una profunda comprensión interpretativa que es también ya sello distintivo de la casa y atributo obligado para acceder a una obra de estas características y dimensiones. In crescendo, en el “Allegro appassionato” destacó por su lirismo y su belleza melódica; aquí el piano asume un rol más íntimo, con pasajes que evocan una profunda nostalgia, a través de una interacción más sutil y envolvente entre la orquesta y el solista.
Pero el momento culminante llegó con el “Andante”, donde Trifonov nos descubrió que también puede ser calmo y reflexivo, en un movimiento que desborda honda poesía, en ese maravilloso diálogo que Brahms establece aquí entre el solista y la orquesta, en particular con las cuerdas, primero con el chelo solista y después con los violines al unísono. Uno de los pasajes más hermosos de toda la escritura pianística, el solista consigió transmitir aquí, en perfecta comunión con la orquesta, profundo lirismo contemplativo, de serena y aislada reflexión, a través de una variada paleta cromática que bien representa la ya definitiva maestría alcanzada aquí por su autor. Es un ejemplo poderoso de cómo Brahms logra, en un espacio musical tan breve, transmitir una profundidad emocional intensa, cuasi metafíca. El “Allegro non troppo” final nos recuerda el poder enérgico del primer movimiento, con un carácter vibrante y rítmico donde el solista volvió a hacer valer sus dotes técnicas, en un poderoso cierre donde Brahms consigue amalgamar muy bien la energía de la música popular con su estilo sinfónico, creando un clímax exuberante que cierra la obra de manera memorable.
La segunda mitad estuvo coronada por la Sinfonía No. 7 en re menor, Op. 70, de Antonín Dvořák, compuesta entre 1883 y 1884, escasos años después del arriba referido gran concierto para piano de Brahms que por cierto él mimo alavó y promovio, porque fue uno de los mas generosos promotores de la obra de su colega bohemio. Una de las obras sinfónicas más interpretadas de su autor, junto con las sucesivas Octava y sobre todo Novena “Del Nuevo Mundo”, fue concebida cuando Dvořák ya había consolidado su estilo, reflejo tanto de sus raíces nacionales como de una aproximación más universal a la forma sinfónica. La versión de la CSO y su actual titular consiguió subrayar su aparente sobriedad que se transmuta en profundo sentido dramático. En contraste con algunas de sus obras anteriores, que a menudo incorporan elementos folclóricos ligeramente más ligeros, este op. 70 exhibe un tono más oscuro y melancólico, que curiosamente coincide con dos rasgos muy distintivos del arriba citado concierto de Brahms; no en balde ambos fueron sinceros promotores de la la obra del otro. No es de llamar la atención entonces que Dvořák no dudara en lo más mínimo para trasladarse a Viena a despedir a su honorable amigo y colega alemán.
La orquestación también es un aspecto destacado de la séptima sinfonía. Dvořák emplea una paleta rica y variada, capitalizando los colores y matices del conjunto para dar vida a sus ideas musicales. Su uso de los metales y los vientos, junto con el cuarteto de cuerdas, se convierte en un vehículo poderoso para la expresión de las emociones que transitan a lo largo de la sinfonía. Las transiciones entre pasajes enérgicos y momentos de introspección fueron magistrales, reafirmando la capacidad del director para equilibrar la intensidad emocional y la cohesión orquestal.
El concierto se complementó con el curioso “Initiale for Brass Septeto” del también gran director francés Pierre Boulez. Partirura que en su brevedad ofrece una hasta divertida riqueza sonora, el de igual modo compositor apostó aquí por la exploración sonora. La ejecución del septeto de la orquesta reveló tanto la precisión técnica de los instrumentistas como la búsqueda de Boulez por nuevas posibilidades musicales.


