Lo que está pasando con el Poder Judicial en México parece una locura. Como abogada, litigante en materia constitucional y administrativa, y profesora universitaria, me resulta difícil encontrar otra palabra que lo describa mejor. En tan solo unos meses, el país ha sido empujado hacia una transformación drástica de su sistema judicial: una demolición disfrazada de ejercicio democrático. Y, sin embargo, ante el asedio y el desconcierto, lo peor sería quedarnos paralizados. Nos toca reaccionar. Nos toca votar y exigir cuentas, candados y contrarreformas desde el día después.
Este 1° de junio, México celebrará una elección sin precedentes, no solo en el país, sino en el mundo. Por primera vez, vamos a elegir en las urnas a jueces y juezas de distrito, magistrados y magistradas de circuito, ministros y ministras de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, así como a personas juzgadoras en diecinueve entidades federativas. ¿Es el mejor modelo? No. ¿Fue bien planeado? Tampoco. Pero es la realidad. No digo esto como una concesión, sino para subrayar que este modelo ya está en la Constitución y que, de aquí a 2027, será el mecanismo para designar a quienes impartan justicia en todo el país. Por eso, si no participamos, otros decidirán por nosotras y nosotros.
Mucho se ha dicho —y se seguirá diciendo— sobre la reforma judicial aprobada. En lo esencial, no responde a los problemas más urgentes: inseguridad, impunidad, corrupción estructural y desigualdad en el acceso a la justicia. Nació como una ocurrencia electoral, no de un diagnóstico técnico ni de un consenso democrático. Fue impulsada por el entonces presidente Andrés Manuel López Obrador como parte de su narrativa para debilitar al Poder Judicial.
Fue eficaz políticamente, pero nunca pretendió fortalecer las instituciones de justicia: buscó rediseñarlas desde una lógica de control. Lo más grave es que esa iniciativa, que debió quedar archivada como propaganda, fue adoptada por la presidenta Claudia Sheinbaum.
Su respaldo transformó un capricho en una reforma constitucional de consecuencias profundas. El Congreso convirtió en norma una propuesta deficiente, apresurada e inviable, todo con tal de ofrecerle al presidente saliente un regalo de despedida. Los costos institucionales, económicos y sociales serán altísimos, y los efectos sobre la democracia aún difíciles de dimensionar.
Desde mi perspectiva, más que una simple ocurrencia, esta reforma forma parte de una estrategia de concentración de poder. Busca someter a los tres poderes de la Unión a una sola fuerza política. Tal vez el diagnóstico sobre las fallas del sistema judicial era válido, pero el remedio ha sido profundamente equivocado: una reforma incompleta, experimental y temeraria, que se impuso al vapor y nos deja atrapados entre la improvisación y la incertidumbre.
Se ha intentado presentar esta reforma como un acto de democratización del Poder Judicial. Pero, al menos para mí, no lo es. No todas las personas podrán votar por la totalidad de quienes ejercerán funciones jurisdiccionales. Las elecciones estarán segmentadas por distrito electoral, dejando muchas designaciones clave fuera del alcance ciudadano. Además, el voto no garantiza ni preparación ni autonomía. La justicia no se construye con popularidad ni campañas mediáticas, sino con técnica, independencia e integridad.
¿Era necesaria una renovación del Poder Judicial? Tal vez. Pero hacerlo mediante una elección masiva por voto popular, sin filtros técnicos claros ni procesos serios de evaluación, es inaceptable. Esta reforma es costosa, regresiva y profundamente antidemocrática. Pone en riesgo la estabilidad del sistema judicial y normaliza la idea de que todo puede resolverse en las urnas, incluso lo que exige experiencia y neutralidad institucional.
Esto no es especulación. El propio presidente López Obrador confesó, en una mañanera del 2 de enero de 2023, que alguien le había sugerido destituir a todas y todos los ministros de la Corte. Reconoció que eso no bastaría, porque jueces y magistrados seguirían en funciones. Incluso se preguntó, en tono retórico, si correrlos a todos sería autoritario. Entonces parecía una ocurrencia. Pero tras la llegada de la ministra Norma Piña a la presidencia de la Corte, algo cambió. El presidente presentó la iniciativa, y Morena —con su capacidad de movilización— se propuso hacerla realidad.
A unos días de la elección, tras sesenta días de campañas judiciales, me cuesta encontrar aspectos positivos en una reforma tan destructiva. Tal vez una excepción sea la separación del órgano de administración judicial respecto de la Suprema Corte. Este cambio puede fortalecer la independencia operativa, si se evita su colonización política. También es relevante que, por primera vez en años, el Poder Judicial esté en el debate público. Acercar su funcionamiento a la ciudadanía puede abrir oportunidades para la pedagogía democrática y una mayor comprensión de su relevancia. Que las personas candidatas recorran el país y escuchen a la gente podría —con matices— humanizar la función judicial.
Sin embargo, nada de esto compensa la demolición institucional que implica la remoción masiva de todas las personas juzgadoras. Se están desechando décadas de profesionalización, concursos de oposición, esfuerzos personales y trayectorias construidas con base en mérito. Más del 60% de las candidaturas provienen del propio Poder Judicial. Esto no significa que todo estuviera bien, pero sí confirma que el modelo anterior producía perfiles valiosos que hoy quedan a merced de un proceso electoral improvisado y poco equitativo.
Vale recordar que el ministro Juan Luis González Alcántara propuso limitar la elección popular solo a ministras y ministros de la Corte. Hubiera sido una decisión más sensata, acotada y menos destructiva. Pero no prosperó.
Hoy enfrentamos un escenario inédito. No por decisión ciudadana, sino por imposición política. Y aunque cueste encontrar virtudes en esta reforma, no podemos quedarnos inmóviles. Nos toca participar, vigilar y exigir. La justicia no es consigna: es derecho. Y defenderla, aunque parezca una batalla cuesta arriba, es nuestra responsabilidad.
El Octavo Reporte Judicial de Integralia, publicado el 27 de mayo, lanza una advertencia clara: esta será la elección con mayor proporción de voto inducido en la historia reciente. Boletas llenadas con “acordeones” dictados por partidos o gobiernos, en un entorno de desinformación, apatía e ignorancia inducida.
Votar hoy es una forma de resistencia activa. No me voy a quedar cruzada de brazos mientras se desmantela la justicia. No quiero jueces a modo, ni una justicia repartida por cuotas o caprichos. Quiero personas preparadas, independientes, con trayectoria profesional intachable y compromiso probado con los derechos humanos.
Por eso me registré como observadora electoral. Porque creo en la participación, pero también en el deber de vigilar. Esta elección no es simbólica: estamos eligiendo a quienes podrán proteger nuestros derechos… o entregarlos.
La dimensión del proceso es abrumadora. En promedio, cada persona votante elegirá 34 cargos federales; en ciudades como la CDMX, la cifra asciende a 51. Es un diseño que, en lugar de facilitar la participación, la dificulta. La complejidad de las boletas, la falta de información sobre candidaturas y el escaso interés ciudadano crean el escenario ideal para la manipulación y el control.
El INE, con la mitad del presupuesto de 2024, deberá contar más boletas que nunca. Lo hará sin funcionarios de casilla y con una estructura saturada. Los conteos serán en oficinas distritales, fuera del escrutinio ciudadano, durante al menos diez días. Mientras tanto, la certeza y la transparencia estarán en duda.
Peor aún: en al menos 51 cargos federales solo hay una candidatura registrada. En Durango, los 49 cargos en juego ya están asignados sin competencia real. Se vota, pero no se elige. La democracia se vuelve simulacro.
Aunque las encuestas muestran que muchas personas ven con buenos ojos la idea de elegir a integrantes del Poder Judicial, el conocimiento real sobre el proceso es mínimo. La mayoría no conoce a las y los candidatos, no entiende las boletas ni sabe qué funciones cumplen los órganos en disputa.
Por eso hago una invitación directa: infórmate. Busca los perfiles que ya están en funciones —en las boletas los reconocerás con las siglas “EF”—. Si no conoces a nadie más, empieza por ahí. Lee, pregunta, compara. No permitas que te gane la apatía. La abstención solo beneficia a quienes buscan capturar al Poder Judicial desde las sombras.
Esta elección es una prueba de estrés para la democracia. Y como toda prueba, puede sacar lo peor… o lo mejor de nosotras y nosotros. Votar no lo resuelve todo. Pero no votar… lo empeora todo.
El reporte de Integralia muestra una paradoja inquietante: mientras crece la esperanza de una justicia más cercana al pueblo, las condiciones reales de la elección se alejan cada vez más de una democracia efectiva. No hay condiciones parejas, ni competencia suficiente, ni información adecuada.
El riesgo de que perfiles cercanos al poder, sin independencia ni trayectoria, ocupen cargos clave es real. Y no es solo un asunto técnico: es también un tema de empatía. Porque quienes más pierden con un Poder Judicial débil no son los poderosos, sino quienes dependen de jueces honestos para defender sus derechos: mujeres, personas con discapacidad, comunidades indígenas, víctimas de violencia. Para ellas y ellos, la justicia no es un lujo: es su única esperanza.
Por eso es urgente evitar que esta elección se convierta en un punto de no retorno. Que el desorden no derive en captura. Que la participación no legitime la sumisión.
La elección judicial del 1° de junio es una encrucijada histórica. No es una elección cualquiera: marcará el rumbo de la justicia en México durante décadas. Votar no es solo un deber cívico: es un acto de resistencia ética ante la demolición institucional que enfrentamos.
No basta con lamentarnos por la desaparición de la carrera judicial o por el debilitamiento del Estado de derecho. Hoy más que nunca, debemos alzar la voz y ejercer el único instrumento que aún está en nuestras manos: el voto.
Votemos con conciencia. Votemos por perfiles independientes, con experiencia, integridad y compromiso con los derechos humanos. Votemos por convicción, no por consigna. No por cuotas ni por colores. Votemos pensando en quienes más necesitan una justicia profesional, imparcial y fuerte. Porque si no decidimos nosotras, lo hará la tómbola.
Frente a quienes justifican prácticas indebidas con el argumento de que “el INE ya aprobó hacer acordeones”, debemos ser claras: ni la Constitución vigente ni la Ley General de Instituciones y Procedimientos Electorales lo permiten. Lo que el INE ha dicho es otra cosa: que, por tratarse de una elección compleja, las personas ciudadanas pueden llevar apuntes personales. Eso es muy distinto a que desde el poder se distribuya propaganda para inducir el voto.
El voto debe ser libre, informado y autónomo. No permitamos que lo conviertan en un instrumento de control político.
Lo más importante comienza el día siguiente. A partir del 2 de junio, tendremos que asumir que las elecciones judiciales llegaron para quedarse. Nos toca construir ciudadanía jurídica, exigir rendición de cuentas y proteger la independencia judicial desde abajo. Porque defender la justicia no termina en la urna: apenas empieza con ella.

