El arribo de Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos acelera la descomposición de la arquitectura conceptual e institucional que sustentó la paz después de la Segunda Guerra Mundial. Desde que tomó posesión, su administración ha despreciado décadas de esfuerzos diplomáticos favorables a la legalidad, el multilateralismo, la concertación política y el libre desarrollo de las fuerzas del mercado. En los cuatro rincones del orbe, a la pérdida del esperado liderazgo constructivo de Washington, se añade el temor a que la Casa Blanca decida, de forma inconsistente y unilateral, en temas críticos que afectan a la humanidad. En este contexto, donde los populismos de izquierda y derecha se fortalecen y las guerras se normalizan por doquier, crece el desconcierto sobre la idoneidad de las herramientas que pueden utilizarse para impulsar buenos acuerdos en asuntos sensibles.
Habituados a un sistema multilateral cuya efectividad descansa en el equilibrio de poder entre las superpotencias, la situación descrita viene a cuestionar los alcances y límites actuales de ese modelo de coexistencia. De paso, abre la puerta a una reflexión de otro calibre, es decir, la de explorar fórmulas que permitan interactuar con este inédito Washington o, de plano, avanzar en la edificación de un orden internacional alternativo, al que Estados Unidos, Rusia y China, entre otros, tendrían que ajustarse. Si bien es difícil concebir este escenario, tampoco es imposible. En estos tiempos del post neoliberalismo, el impulso a los regionalismos abiertos es una opción. Aunque la franja de acción es estrecha, su operatividad iría de la mano de la interdependencia y complementación de los intereses vitales de cada región. Dicho de otra forma, a la política de gran potencia habría que oponer la fuerza y autoridad de diversos países, unidos por el objetivo de impulsar su desarrollo en un entorno autorregulado y exento de amenazas. Esa visión de acomodo mundial podría sustentarse en la proyección armónica de las metas de cada país, amalgamadas en valores comunes no sujetos a interpretación emocional. De ocurrir así, los relatos de confrontación cederían paso a una coexistencia madura, corresponsable y positiva.
El mundo de hoy es, también, uno de oportunidades derivadas de este singular ambiente de crisis en la convivencia universal. Por eso, más que buscar enemigos, hay que identificar coincidencias para detonar el arreglo global del porvenir. En este mar de confusión, donde las discrepancias ideológicas carecen de sentido porque han sido sustituidas por un descarnado realismo, los pueblos no podrían darse el lujo de transgredir las reglas que, con altibajos, aún mitigan diferendos. Con base en ello, resultaría oportuno avanzar una idea lozana del interés colectivo, que redefina el binomio paz-seguridad a la luz de lo que sucede y señale rutas para darle fortaleza. Ante la posibilidad real de una guerra catastrófica, la gobernanza mundial debe fincarse en mecanismos que faciliten la cooperación para el desarrollo sostenible y la convivencia solidaria entre las naciones, con base en el Derecho Internacional. En estos tiempos ominosos y parafraseando a Gabriel García Márquez, el género humano está obligado a contar su historia y a creer en ella. Y yo agrego, también tiene derecho a construir una historia nueva, que esté libre de adjetivos y descalificaciones. Tempus fugit.
El autor es doctor en Ciencias Políticas e internacionalista.