La reforma judicial de 2024 sacudió los cimientos institucionales del país. En tiempo récord, sin diagnósticos técnicos ni acuerdos amplios, se impuso un rediseño estructural del Poder Judicial de la Federación que borró décadas de profesionalización e instaló una nueva lógica: la judicialización de la política y la politización de la justicia, todo por medio del voto popular.

Frente al desmantelamiento de los mecanismos tradicionales de carrera judicial, y con el calendario encima, México se prepara para un proceso electoral extraordinario en 2025 donde se elegirán por voto ciudadano a quienes integrarán la Suprema Corte de Justicia de la Nación, los tribunales de apelación, los juzgados de distrito y el nuevo Tribunal de Disciplina Judicial. La magnitud del reto es inédita. Lo que está en juego no es solo la integración de estos órganos, sino la posibilidad de que los nuevos titulares cuenten con legitimidad democrática y, sobre todo, con capacidad técnica y autonomía suficiente para ejercer su encargo.

Ante un panorama que ya de por sí es crítico, vale la pena cambiar el foco: pasar del lamento a la propuesta. Si la elección de 2025 es inevitable, ¿qué se puede hacer —antes, durante y después— para que el proceso no se convierta en una tómbola de improvisaciones ni en una pasarela de intereses disfrazados de candidaturas?

La legitimidad no se construye solo en las urnas, sino desde el diseño del proceso. Por ello, es indispensable que el Senado —que debe emitir la convocatoria correspondiente— lo haga de manera abierta, transparente y detallada. Las reglas del juego deben establecerse con anticipación, sin ambigüedades, y con mecanismos mínimos de evaluación que permitan distinguir entre las personas con experiencia jurisdiccional y aquellas que solo ven en la justicia un trampolín político o una posición de poder.

Resulta indispensable diseñar un sistema de inscripción, evaluación y validación de candidaturas que incorpore tres elementos: a) un examen técnico básico de conocimientos jurídicos y constitucionales; b) una revisión de trayectorias personales y profesionales, con criterios objetivos y no partidistas; y c) la garantía de paridad y diversidad. Este proceso no debe ser un trámite burocrático: tiene que ser una verdadera criba democrática que, aunque no sustituya el voto, permita que a la boleta lleguen perfiles que cumplan con estándares mínimos de idoneidad y ética judicial.

Además, la sociedad necesita saber quiénes son las personas candidatas. Se deben generar plataformas públicas de información —mantenidas por el INE o un comité ciudadano— que incluyan currículum, propuestas, experiencia, y una declaración de intereses de cada persona aspirante. Sin esa visibilidad, el voto informado es una ilusión.

La jornada electoral de 2025 será sui generis, única o excepcional. Nunca en la historia democrática del país se ha votado por casi 1,700 cargos judiciales (tanto a nivel federal como local). Por eso, las reglas de campaña deben diferenciarse del modelo electoral político: no se trata de hacer promesas populistas ni de emitir juicios sumarísimos en redes sociales, sino de mostrar solvencia técnica, compromiso con los derechos humanos y capacidad para impartir justicia.

El INE debe asumir un papel más activo: garantizar equidad en la difusión, ofrecer formatos accesibles para la presentación de propuestas y blindar la jornada electoral de interferencias indebidas. También será necesario limitar el uso de recursos privados y evitar la participación encubierta de partidos, iglesias o grupos de presión que pretendan capturar los nuevos cargos judiciales para operar desde la sombra.

La sociedad civil, la academia, los colegios de abogacía y las universidades pueden —y deben— convertirse en observadores activos. Organizar foros, debates, entrevistas públicas o análisis comparativos entre las candidaturas puede marcar una diferencia sustancial. La idea es empoderar a la ciudadanía no solo como votante, sino como guardiana del sistema de justicia.

La elección no puede ser el fin, sino el principio. Una vez electas, las nuevas personas juzgadoras deben rendir cuentas. La transparencia de su patrimonio, sus decisiones, su desempeño y su evolución profesional debe ser una exigencia básica. No hay margen para la opacidad.

Será urgente también fortalecer, desde el primer día, los programas de capacitación judicial. Si el nuevo sistema trajo consigo el ingreso de personas sin experiencia jurisdiccional, el Estado debe garantizar procesos intensivos de formación, evaluación continua y acompañamiento técnico. La improvisación, en el ejercicio de la función judicial, no solo es costosa: es peligrosa.

Además, se debe evaluar —con seriedad y apertura— el propio proceso electoral de 2025. ¿Qué funcionó y qué no? ¿Cuáles fueron los patrones de votación? ¿Qué errores normativos deben corregirse? No se trata de volver al modelo anterior por nostalgia institucional, sino de aprender de esta experiencia para construir un sistema judicial que sea democrático, sí, pero también profesional, autónomo y respetuoso de los derechos humanos.

En una democracia, dejar de votar nunca debe verse como una opción válida. No votar no frena el proceso; las personas serán elegidas igual. La única diferencia es quién decide. Y cuando muchas personas se abstienen, las elecciones se vuelven menos representativas, lo que abre la puerta a que grupos minoritarios, bien organizados o con intereses particulares, definan quiénes ocuparán cargos clave.

La Constitución establece que una elección es válida con solo un voto. Eso significa que quien decide no votar renuncia a influir en el resultado y pierde la oportunidad de exigir rendición de cuentas a quienes resulten electos como jueces, magistrados o ministros. La abstención alimenta un ciclo de apatía: menos participación hoy significa menos interés mañana. Y eso pone en riesgo procesos como las elecciones de 2027. Participar fortalece la cultura democrática; no hacerlo la debilita.

Es cierto: este proceso no sigue las mejores prácticas internacionales para garantizar la independencia judicial. Pero eso no significa que no haya nada que defender. El voto informado, la vigilancia ciudadana y el involucramiento activo pueden obligar a quienes resulten electos a actuar con mayor responsabilidad y rendir cuentas. Cuanto más baja es la participación, más fácil es que ganen las personas ligadas a intereses políticos. La única forma de equilibrar esto es con una votación ciudadana masiva, ajena a las movilizaciones partidistas.

Asumir nuestra responsabilidad histórica no es solo una frase. Yo misma decidí registrarme como observadora electoral y cursé las siete lecciones del módulo de formación del INE: desde la estructura del Poder Judicial, el diseño del proceso extraordinario, las medidas de inclusión y los delitos electorales, hasta las causales de nulidad y la violencia política contra las mujeres. No solo aprendí sobre el proceso; confirmé que todavía hay herramientas institucionales que pueden ser útiles si las usamos con rigor.

Esa es la diferencia: a veces sentimos que nuestro voto no cambia nada, pero la ausencia del voto sí lo cambia todo. Votar no es ingenuidad: es una forma de resistencia activa. Es negarse a ser espectadora del desmantelamiento institucional. Es defender lo que queda. Votar no lo resuelve todo, pero no votar lo empeora todo.

Quienes minimizan esta elección, no entiende la gravedad del momento. No estamos eligiendo cargos simbólicos. Estamos decidiendo el futuro de los guardianes —o verdugos— de la Constitución. Estamos definiendo si los juicios seguirán resolviéndose con base en el derecho o si dependerán de la popularidad, el patrocinio político o el cálculo electoral.

La elección judicial de 2025 no es solo una anomalía constitucional. Es una prueba de estrés institucional. Y como toda prueba, puede sacar lo peor… o lo mejor de nosotros.

Si las instituciones no reaccionan, que lo haga la ciudadanía. Que se informe, que exija, que vigile. Porque, aunque nos hayan impuesto las reglas, todavía podemos influir en el juego. Y quizás, solo quizás, salvar algo de lo que quede de justicia de entre los escombros.