La complejidad del entorno mundial propicia una reflexión sobre la forma en que la diplomacia puede generar distensión y cumplir con su objetivo de “fortalecer las instituciones que defienden la verdad”, según la definición del desaparecido Papa Paulo VI. Con brújulas desorientadas, es momento de echar mano del activismo diplomático, de tal suerte que los liderazgos internacionales constructivos no permanezcan como meros observadores pasivos, prevean eventos desafiantes y adopten medidas para contenerlos. En esa sensible tesitura, las naciones están llamadas a sumar voluntades para impulsar iniciativas de mediación y reconciliación, ahí donde las narrativas encendidas y la polarización política pueden desbordarse y traducirse en enfrentamientos militares, incluso catastróficos. Siempre valdrá la pena apostar por la solución pacífica de controversias, entre otras razones, porque nada se pierde con la paz y todo puede perderse con la guerra.

Todo frente diplomático que se abra para este tipo de propósitos, debe recurrir a lo mejor del poder suave y poner sobre la mesa de negociación fórmulas que ofrezcan vías de escape al conflicto, que sean aceptables para las partes contendientes. Dicho de otra forma, en un primer momento ese frente tendrá que sustentarse en un plataforma mínima para el inicio de conversaciones, que establezca confianzas germinales y, en función de su evolución, sintonice los tiempos para la instrumentación de acuerdos. Ante el incremento de las tensiones en latitudes diversas, permanecer en silencio no es una opción, incluso para actores que están geográficamente lejos de donde ocurren, ya que libera a sus promotores de la responsabilidad de responder por sus actos ante la comunidad internacional. Porque el mundo es la casa común, las naciones están éticamente obligadas a desplegar esfuerzos útiles al rescate de los procesos civilizatorios que integran el patrimonio común de la humanidad.

Mucho puede decirse sobre la extrema vulnerabilidad del sistema internacional, en una coyuntura como la actual, de severo decaimiento de los organismos multilaterales. Por ello, es trascendente que las diplomacias del mundo sumen experiencia y capacidad. La meta es recuperar la confianza en la estabilidad que, con creciente dificultad, ofrece la ONU. El dilema es complejo y su solución requiere creatividad política para, así, apuntalar progresivamente las certezas que se necesitan a fin de estructurar una nueva idea de seguridad en un entorno de libertad, equilibrio y vigencia del orden jurídico. En el nebuloso tablero global, es tiempo para identificar alternativas que disipen antagonismos; para trazar sendas viables de disuasión que desactiven los radicalismos subversivos, que tanto temor y daño causan a los pueblos amantes de la paz. Porque poco ayudan a edificar nuevas concordias las decisiones que se adoptan de manera ideologizada, mecánica y acrítica, las relaciones internacionales reclaman liderazgos asertivos, que contengan el avance de aquello que destruye y acoten los márgenes de acción del poder duro. Del éxito en el control multilateral de la narrativa de esa forma de poder, depende la posibilidad de darle rumbo y sentido a una civilización emancipada, ajena al caos y proclive a la tolerancia y al respeto entre pueblos distintos. Qui antem judicat me Dominus est.

El autor es doctor en Ciencias Políticas e internacionalista.