La obra de la estadounidense autora de novelas y cuentos policiacos, Elizabeth S. Holding (18 de junio de 1889-7 de febrero de 1955) vuelve a las mesas de novedades y a los argumentos de las series de televisión. Transcribo las primeras líneas de su cuento “Cebo para un criminal”.

Mistress Percy Effingham se hizo anunciar a George Nevill, comisario adjunto de policía en la isla de San Fernago.

Entró con paso digno, casi magestuoso.

Era una mujer gruesa, con tez de color café con leche, vestida con una túnica almidonada que le llegaba hasta los tobillos. Un pañuelo de seda coronado de un sombrero de paja cubría su cabeza.

–Buenos días, señor comisario –dijo–. Vengo a quejarme de un hombre.

–Buenos días –respondió George.

Delgado y cuidado dentro de su uniforme blanco, tenía cabellos rubios y un bigotillo rubio también pero de una tonalidad más clara que el pelo. La visita de mistress Effingham era siempre bien recibida; una diversión en su vida monótona.

George sentía la nostalgia del buen tiempo anterior a la guerra y echaba de menos los robos, los hurtos, las violencias… Esto era más palpitante que interrogar a los refugiados y examinar sus documentos.

–¿De qué hombre se trata mistress Effingham? –preguntó.

–De un hombre llamado Dulac, señor.

–¿El chofer de mistress Jones?

–Exactamente, señor.

–¿Dónde lo ha encontrado usted? –preguntó George.

–En la plaza del mercado. El tal Dulac ha dirigido algunas palabras a mi amiga. Ella le ha vuelto la espalda y él la insultó groseramente; sí, señor, tal y como se lo digo.

Si la acusación hubiese procedido de otra persona, George Nevill no la hubiera tomado en cuenta seguramente; pero mistress Effingham era una mujer seria, incapaz de quejarse sin causa justificada.

–¿Quién es esa amiga suya insultada? –le interrogó.

–Una dama, señor. Mistress Sylvester. Cuando ese Dolac vomitó sus insultos, yo le avergoncé. Me empujó, hizo que se me cayera el sombrero y lanzó un nuevo chaparrón de insultos.

–Si tiene usted testigos, podemos perseguir a Dulac. Pero en los tiempos que corren… Podría tl vez darle un aviso, aconsejarle que se mostrase más cortés en lo futuro en lugar de convocarle delante del tribunal.

–Señor comisario –replicó mistress Effingham–, ese hombre es espía alemám.

–¡Vamos! –protestó George.

–Le estoy diciendo la verdad, señor.

–Ante todo, él no es alemán. Segundo, se hizo una investigación sobre él. ¿Tiene usted hechos, pruebas, para apoyar su afirmación?

–Sé solamente que es la verdad, señor. Lo huelo.

George conocía estas frases de memoria. Las oía todos los días. Los habitantes de la isla acusaban a los refugiados de dedicarse al espionaje; los refugiados se acusaban los unos a los otros. Las gentes venían a hablarle de luces misteriosas que brillaban en la costa; oían conversaciones sopechosas; husmeaban complots; llevaban cartas que, a creerlos, contenían mensajes cifrados…

–¿Quiere usted, pues, que detenga a Dulac? –preguntó George.

–No, señor –protestó mistress Effingham–. Venía simplemente a advertirle, señor comisario.

–Pues bien: le vigilaremos –prometió George.

Tranquilizada se marchó.

George estaba seguro que su intuición no la engañaba y que ella tenía contra Dulac motivos precisos; pero él sabía también que no le arrancaría ni una palabra de más.