La historia dirá que el 1 de junio de 2025 México celebró su primera elección judicial. Sin embargo, no se trató de un acto de empoderamiento ciudadano ni una fiesta democrática. Fue un proceso profundamente cuestionado, marcado por la desinformación, la baja participación, el uso indebido de recursos públicos y la captura del Poder Judicial por una sola fuerza política. Y así, el pasado 15 de junio, con una mayoría mínima de seis votos contra cinco, el Instituto Nacional Electoral (INE) declaró la validez de la elección de Ministras y Ministros; y entregó constancias de mayoría a las nueve personas que integrarán la Nueva Corte del Bienestar. Así se consumó formalmente lo que ya sabíamos desde antes de que se instalaran las casillas: que el Poder Judicial había sido sometido al poder político.

Los nuevos órganos del poder judicial, particularmente la nueva Corte nace con una marca indeleble de ilegitimidad. No solo porque la participación efectiva apenas superó el 10 por ciento del padrón, sino porque su origen es una reforma impuesta, sin consenso, sin técnica y sin diálogo. Se vendió como una oportunidad de “democratizar la justicia”, pero en realidad fue una operación diseñada meticulosamente desde el poder para tomar el control del último contrapeso institucional: los tribunales.

Esta elección no tuvo sorpresas, no hubo misterio ni siquiera frente al resultado. Fuimos testigos de la maquinaria oficialista que operó y logro el objetivo de demoler al poder judicial y cooptarlo políticamente. Desde semanas antes de la jornada electoral, las candidaturas ganadoras ya estaban cantadas, habían sido grosera y descaradamente expuestas a través de la operación acordeón.

El 12 de mayo, el periodista Mario Maldonado reveló la existencia de una operación organizada por Morena para imponer nueve candidaturas a la Corte, cinco al Tribunal de Disciplina y dos a la Sala Superior del Tribunal Electoral. Dieciséis nombres (sí, dieciséis, increíble pero cierto) que luego aparecieron en los llamados “acordeones” distribuidos masivamente el día de la jornada electoral. A los pocos días, Salvador García Soto publicó uno de esos acordeones. Luego Lourdes Mendoza publicó otro. Ambos coincidían con los nombres que Maldonado había anticipado. El 2 de junio, Proceso documentó cómo se coordinó todo desde Morena, con el apoyo de gobiernos estatales y una organización fachada llamada “Construyendo Justicia”, que utilizó recursos no fiscalizados y estructuras territoriales para promover estas candidaturas, coaccionar el voto y condicionar apoyos sociales.

La estrategia fue liderada por Alfonso Ramírez Cuéllar, vicecoordinador de Morena en la Cámara de Diputados, quien abiertamente reconoció que usarían el ejército claudista” para promover la elección judicial. La operación no fue secreta. Fue sistemática, pública y eficaz. Porque los 16 nombres anticipados por los periodistas fueron exactamente los electos. ¿Puede el azar explicar semejante coincidencia? Lo dudo. Lo que hubo fue un operativo político cuidadosamente orquestado.

A pesar de los señalamientos, de los 37 modelos distintos de acordeones documentados (de los cuales el 80 por ciento eran idénticos), de los indicios claros de afectación a la equidad en la contienda y de las múltiples irregularidades reportadas, el INE decidió validar la elección. Lo hizo bajo el argumento de que las irregularidades fueron “focalizadas” y afectaron a menos del 1 por ciento de las casillas. Pero ignoró por completo la dimensión estructural del problema: no es que unas cuantas casillas tuvieran errores, sino que todo el proceso estuvo viciado de origen.

El mensaje que manda esta validación es alarmante: induzcan al voto con recursos públicos y repartan listas impresas con los nombres que deben ganar. Aquí no pasa nada.

Lo más devastador no es que solo haya votado el 13 por ciento. Lo verdaderamente grave es que con ese 13 por ciento se consumó el control absoluto del Poder Judicial por parte del oficialismo. Suprema Corte, Tribunal Electoral, Tribunal de Disciplina, magistraturas y juzgados federales pasaron a manos afines. En tan solo unas semanas, se desmontaron instituciones que tardamos más de tres décadas en construir. Decenas de juezas y jueces de carrera, la gran mayoría con trayectoria impecable empacan hoy sin causa, sin proceso, sin defensa. Esto no es renovación ni mucho menos democratización: es una purga política e ideológica. Y mientras tanto, la democracia constitucional se nos está cayendo encima.

Y esa purga no solo se da en términos humanos, sino estructurales. La reforma judicial eliminó las salas especializadas de la Corte, redujo su integración a nueve miembros, eliminó los concursos de oposición, centralizó todas las decisiones en el Pleno, y acortó el mandato de las personas ministras. Lejos de fortalecer a la SCJN como tribunal constitucional, estas medidas la debilitan: la sobrecargan, le restan pluralidad y dificultan su operación efectiva. Una Corte con menos integrantes, sin especialización y con sesiones públicas obligatorias no es más eficiente ni más independiente: es más vulnerable.

La reforma también eliminó el Consejo de la Judicatura Federal y lo reemplazó por órganos técnicamente mal diseñados, sin contrapesos reales, con atribuciones amplias y con nombramientos cruzados entre poderes. El nuevo órgano de administración judicial centraliza la gestión, la carrera y el presupuesto del Poder Judicial, pero no garantiza su autonomía. El Tribunal de Disciplina Judicial, electo por voto popular, puede sancionar sin posibilidad de revisión y bajo causales ambiguas, lo cual representa una amenaza abierta contra la independencia judicial. Máxime si sus integrantes son políticos afines al partido en el poder.

En la práctica, la reforma consolidó un modelo de justicia subordinada: funcional, disciplinada, obediente. Un modelo que socava el principio de inamovilidad de los jueces, criminaliza el disenso y transforma el régimen disciplinario en un mecanismo de control político. La Corte Interamericana ya ha advertido que esto es incompatible con la independencia judicial. Pero lamentablemente, eso parece no importar.

La nueva Corte nace también con un serio déficit de pluralidad. Casi todas las personas que la integran provienen del mismo grupo político. Y en justicia constitucional, donde se interpretan conceptos abiertos como “libertad” o “dignidad”, no basta con aplicar la ley. Se necesita diversidad de ideas, trayectorias y visiones. Cuando esa pluralidad desaparece, las decisiones judiciales dejan de ser espacios de deliberación para convertirse en instrumentos de validación del poder. En lugar de defender a la ciudadanía del abuso, los tribunales se vuelven cómplices del autoritarismo.

Y eso ya se anticipa en los escenarios que se abren. Primero, la consolidación del control político: jueces, magistrados y ministros electos bajo el respaldo del partido hegemónico tenderán a convalidar actos del Ejecutivo y Legislativo. Segundo, el desprestigio institucional: la ciudadanía perderá confianza en un Poder Judicial que no eligió por mérito, sino por lealtad. Tercero, los conflictos internos: en muchos órganos colegiados convivirán juzgadores de carrera con jueces políticos. Las tensiones serán inevitables. Y cuarto, el desaliento entre el personal judicial que aspiraba a ascender por oposición. Hoy saben que, para llegar, deberán estar en el acordeón, y no en cualquier acordeón, sino en el oficial. Y eso significa acercarse al partido en el poder.

¿Y la sociedad civil? Cada vez será más difícil defender el Estado de derecho desde el amparo. La captura del Poder Judicial limita esa vía. Pero la vigilancia, la documentación y la denuncia seguirán siendo tareas fundamentales. La academia, el periodismo crítico y los organismos internacionales deberán jugar un papel central. Porque el costo de guardar silencio será demasiado alto.

A todo ello se suma un impacto directo sobre el entorno empresarial. La pérdida de certeza jurídica, el debilitamiento del control constitucional y la percepción de un Poder Judicial sesgado han generado preocupación entre inversionistas nacionales y extranjeros. Muchas empresas ya evalúan incorporar cláusulas de arbitraje internacional, ante la desconfianza en el sistema judicial mexicano. Las calificadoras de riesgo han comenzado a advertir sobre posibles efectos negativos en la inversión, el tipo de cambio y la calificación crediticia del país. Si algo mata la inversión es la incertidumbre. Y la reforma judicial ha sembrado exactamente eso: incertidumbre normativa, política y operativa.

Lo que está en juego no es solo la composición de un tribunal. Está en juego el equilibrio de poderes, los derechos fundamentales y la democracia constitucional. Lo que viene es incertidumbre, pero también oportunidad: de resistir, de organizarnos, de dar la batalla electoral en el 2027 con más fuerza, más claridad y más compromiso. Y solo el voto (informado, libre y crítico) podrá detenerla. Hemos perdido mucho, pero todavía podemos perder mucho más.