La jornada electoral del 1º de junio de 2025 será recordada como un hito histórico por ser la primera elección directa de jueces y ministras de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Pero ese hito no es motivo de celebración. Por el contrario, marca un punto de quiebre para la justicia mexicana. Una elección que nunca debió tener lugar, no por falta de legalidad —pues la reforma constitucional la impuso—, sino por su origen: la demolición planificada de uno de los pilares de nuestra democracia, el Poder Judicial independiente.

No es que haya habido presencia del aparato de Estado. Eso ocurre en todas las elecciones, con todos los partidos. El verdadero problema es que en esta elección todo fue definido por ese aparato. Desde la narrativa oficial hasta las boletas prácticamente prellenadas —los famosos “acordeones”— lo que presenciamos fue una operación política, no un ejercicio de soberanía popular. Una elección de Estado organizada para legitimar un golpe de Estado al Poder Judicial. El objetivo nunca fue fortalecer a la justicia, sino someterla. La Corte dejó de ser un tribunal constitucional para convertirse en una trinchera política. Un espacio donde, más que el Derecho, importará la lealtad. Y eso, para una república democrática, es un retroceso alarmante.

A pesar del esfuerzo logístico del INE, que logró instalar el 99.9 por ciento de las casillas y llevar a cabo la jornada sin incidentes mayores, el verdadero protagonista del día fue la abstención. Sólo alrededor del 12 por ciento del padrón electoral acudió a votar, y dentro de ese porcentaje, una fracción importante anuló su boleta o votó en blanco. Es la elección con menor participación en la historia moderna de México. ¿Qué nos dice eso? Que incluso entre quienes respaldan al régimen, esta elección no generó entusiasmo. Fue, para la mayoría, ajena e irrelevante. Y para quienes sí comprendieron lo que estaba en juego, resultó imposible de validar.

Los márgenes para implementar este proceso fueron absurdamente estrechos. Nunca hubo una pedagogía institucional para explicar qué se votaba ni por qué. La elección judicial fue un experimento precipitado, diseñado más para refrendar el control del régimen sobre la justicia que para permitir una deliberación ciudadana informada. Y, sin embargo, ese precario andamiaje logró colocar —sin resistencia efectiva— a nueve personas afines al oficialismo en la Suprema Corte. No por mérito, ni por trayectoria judicial, sino por disciplina política.

Basta observar los resultados. Las nueve personas más votadas para ocupar los asientos de la Corte están vinculadas al presidente López Obrador o han sido sus propuestas; y descontando a las tres ministras actualmente en funciones, ninguna tiene carrera judicial. Ninguna ha dictado sentencias, resuelto controversias constitucionales o participado en concursos de oposición. El equilibrio histórico entre juristas de carrera y nombramientos externos fue eliminado sin anestesia. Lo que hoy tenemos es una Corte del bienestar, sí, pero del bienestar del régimen. Y eso, para un país que se dice democrático, es una tragedia.

Hugo Aguilar, exfuncionario del Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas y operador cercano al presidente, fue el más votado. Lo siguieron Lenia Batres, Yasmín Esquivel, Loretta Ortiz y Estela Ríos, todas propuestas del Ejecutivo federal. La mayoría de los nombres que aparecían en el “acordeón” —las listas repartidas en masa por operadores territoriales de Morena— coincidieron, sospechosamente, con los ganadores. No hubo voto libre ni crítico: hubo alineación. Tampoco pudo garantizarse el secreto del sufragio. Lo que debía ser una elección inédita por su dimensión democrática, fue una operación de obediencia y sometimiento.

¿Cómo llegamos hasta aquí? Con una narrativa cuidadosamente construida para desacreditar al Poder Judicial. Se vendió la idea de que la justicia sólo servía a las élites y, como la ciudadanía no percibió beneficios tangibles, no hubo una defensa social del sistema. No se intentó explicarlo, acercarlo, dignificar su función. Se optó por desmontarlo. El Poder Judicial se convirtió en blanco fácil de una reforma radical que, bajo el disfraz de democratización, eliminó la carrera judicial, los concursos de oposición, las garantías de estabilidad y la especialización. Y cuando llegó la elección, muchas voces —incluso de la oposición— llamaron a la abstención, como si rendirse fuera una forma de protesta. No lo fue.

Mañana nos daremos cuenta de que bastó un puñado de votos para definir quiénes estarán en la Corte durante más de una década. El oficialismo no necesitó cooptar a todo el electorado; le bastó con movilizar a su base. Más preocupante aún: lo hizo sin recursos públicos visibles, sin spots, sin estructuras electorales formales. Morena aprendió, se organizó y, con su maquinaria aceitada, demostró que puede capturar incluso lo que por décadas fue intangible: la justicia. Mientras tanto, la oposición se quedó inerte, sin estrategia, sin candidaturas respaldadas, sin lectura del momento histórico.

Hoy muchos celebran la baja participación como si eso fuera una victoria. Pero es un espejismo. No participar dejó el campo libre. Los buenos perfiles que sí estaban en la boleta —porque sí los había— no fueron impulsados. Se renunció a dar la batalla donde debía librarse: en las urnas. Se insistió en que no valía la pena votar, que el proceso estaba perdido, que era mejor no mancharse las manos. Y el resultado fue la consolidación de una mayoría oficialista que ahora controla, sin contrapesos reales, los tres poderes de la Unión.

¿Quién ganó entonces? ¿Y quién perdió?

Ganó el régimen, porque afianzó su poder.

Perdió el Poder Judicial como institución.

Perdió la ciudadanía que creyó que abstenerse era resistir.

Perdió la democracia como ideal.

Quienes insisten en que se trató de una elección democrática ignoran —o deciden ignorar— su contexto. Esta elección no surgió de una demanda social genuina ni de una reflexión institucional profunda. Fue producto de una reforma impuesta, sin diagnósticos, sin escucha, sin participación real. Una reforma que demolió la carrera judicial, desmanteló los concursos, despreció la técnica, el mérito y la experiencia.

¿Y qué se obtuvo a cambio? Un Poder Judicial a modo, sin frenos ni contrapesos. Exactamente lo que se buscaba desde Palacio Nacional: eliminar cualquier posibilidad de que la justicia frene o cuestione la agenda de la Cuarta Transformación. Una Corte que acompañe, no que controle. Que obedezca, no que interprete. Que reproduzca el discurso, no que resista al poder.

Esto no es nuevo en nuestra historia. La elección del 1º de junio tiene ecos de 1976, cuando José López Portillo compitió sin adversarios por la presidencia. Una elección de partido único, envuelta en papel celofán de legalidad, pero profundamente antidemocrática. Esa es la democracia a la que hemos regresado: una democracia sin alternativas, sin pluralismo, sin competencia real. Una democracia de cartón.

La narrativa oficial no es invulnerable. La bajísima participación puede y debe convertirse en evidencia de ilegitimidad política del nuevo sistema judicial. El pueblo no pidió elegir a sus personas juzgadoras, nunca le interesó, y así lo evidenció el 1º de junio. Y siguiendo la lógica oficialista, si la ciudadanía no se apropia de su Poder Judicial, tampoco lo respalda, y mucho menos lo legitima democráticamente. Se destruyó la carrera judicial, se deshicieron trayectorias y proyectos de vida no por falta de legitimidad, sino por el capricho de quien habitaba Palacio Nacional. Si el régimen insiste en presentar esto como un acto democrático, deberá enfrentar la contradicción de haber legitimado su reforma con menos del 13 por ciento del electorado.

No obstante, lo triste que parece el panorama para la justicia en México, todavía tenemos un camino o cuando menos debemos ubicar y trazar la ruta. Porque la baja participación es también evidencia de que el respaldo social a esta elección fue mínimo. Es el argumento más poderoso para cuestionar su legitimidad política —aunque no jurídica—. No se trata necesariamente de pedir la anulación de la elección, sino de aprovechar esa debilidad estructural para abrir la discusión sobre los ajustes necesarios y urgentes.

La lucha por la justicia no termina aquí. Toca ahora insistir en mecanismos que eleven el perfil de quienes aspiren al cargo: establecer exámenes, recuperar el mérito, garantizar estabilidad y especialización. Toca también acotar las facultades del Tribunal de Disciplina Judicial, lamentablemente también cooptado por el oficialismo, integrado con perfiles incondicionales al régimen, asegurar salarios dignos y evitar que los jueces se conviertan en rehenes de la política. La ventana de oportunidad está en las grietas del sistema, y una de ellas puede abrirse con la presión internacional, sobre todo con motivo del T-MEC.

La justicia, como valor y como institución, no debe quedar a merced del humor presidencial. Los derechos de las personas no pueden depender de la voluntad del partido en turno. Hoy, México enfrenta un desastre institucional, pero también una oportunidad para reaccionar. Porque si algo quedó claro el 1º de junio es que la esperanza de justicia no puede confiarse a quienes la usan como herramienta de poder. Nos toca construirla desde abajo. Con memoria, con rabia y con responsabilidad. Y toca, sobre todo, organizarnos. Resistir no es cruzarse de brazos. Resistir es explicar, denunciar, proponer, presionar, y sí, también votar cuando el momento lo exige. Porque sólo así, con resistencia moral activa, podrá revertirse esta autocracia electiva que hoy se impone.

La historia juzgará este proceso. Pero antes que ella, nos juzgará el porvenir de un país que se quedó sin justicia a la vista. ¿Qué haremos entonces? Sobrevivir, sí. Pero también pensar, exigir y reconstruir. Porque mientras exista México, tenemos futuro.Y aunque hoy parece que despertamos en medio de una pesadilla surrealista donde la justicia ha quedado destruida de raíz, todavía hay futuro y habemos miles que sabemos y estamos muy conscientes de que México nos necesita hoy más que nunca pues sabemos lo que está en juego, y esto va mucho más allá de filias y de fobias políticas o partidistas. Están en juego nuestras libertades más básicas. ¡Nos toca defenderlas ya!