La elección judicial celebrada el 1 de junio de 2025 no fue una fiesta democrática, sino un episodio complejo, confuso y profundamente cuestionado. Desde este mismo espacio se ha sostenido con claridad: esta elección no debió ocurrir. Fue producto de una reforma constitucional impuesta, no del diálogo democrático ni del consenso técnico. Sin embargo, ocurrió. Y si va a repetirse —como parece inevitable en 2027—, al menos debe servirnos para aprender, corregir y exigir que no vuelva a montarse una elección con las mismas fallas de origen, de ejecución y de propósito.

El dato más revelador de este proceso no es quién ganó, sino cuántos participaron. Apenas el 13 % del padrón electoral acudió a las urnas. Esa cifra no habla de apatía pura, sino de un distanciamiento entre el diseño institucional de la elección judicial y la ciudadanía a la que, en teoría -desde la narrativa oficialista- debía empoderar. No es cierto, como se ha querido hacer creer desde el oficialismo, que fue una jornada inédita y ejemplar. Lo que vimos fue una elección fallida, marcada por la improvisación, la captura política y el desconcierto generalizado. El problema no fue solo técnico o logístico: fue estructural.

Para entender el desinterés ciudadano, es necesario señalar al menos tres elementos que, sin justificar la apatía, ayudan a explicarla: la complejidad de la elección, la escasa difusión sobre qué se votaba y por qué se votaba, y una implementación deficiente que abonó a la confusión. El sistema electoral no fue pensado para garantizar un voto informado, sino para legitimar una demolición institucional disfrazada de ejercicio democrático. Y los resultados lo confirman. La campaña institucional del Instituto Nacional Electoral (INE) llegó tarde, con materiales accesibles prácticamente solo vía internet y poco pedagógicos para la mayoría de las personas que no estaban familiarizadas ni con lo más elemental, qué se iba a elegir y quienes eran las personas postuladas a los cargos. A la falta de información se sumó la falta de comprensión: la elección fue demasiado técnica, demasiado opaca, demasiado repentina, demasiado absurda. ¿Como esperar que se ejerza un voto informado si ni siquiera era posible entender cuántas opciones debían marcarse por boleta?

El 1 de junio no se eligió a una sola figura judicial, sino a más de 800 cargos: desde ministras de la Suprema Corte hasta jueces de distrito. En total, 3,414 candidaturas aparecieron en seis boletas distintas. La boleta morada para la SCJN, la coral para el TEPJF, la aqua para el Tribunal de Disciplina Judicial, y tres más para las jurisdicciones ordinarias en cada uno de los 300 distritos. Cada boleta con sus propias reglas, tiempos, formatos, excepciones y siglas. El proceso resultó excesivamente técnico para un electorado que no tuvo las herramientas necesarias para comprenderlo. El diseño del sistema fue, por decir lo menos, un laberinto de colores, nombres, números, columnas y combinaciones infinitas. Y sin embargo, la ciudadanía respondió como era de esperarse -pues el ejemplo Boliviano así lo indicaba-, de entre ese raquítico 13% de participación, más de la mitad fueron votos nulos o en blanco.

Esta complejidad no fue casual. Fue el reflejo de un diseño institucional deficiente que no consideró, desde su origen, la capacidad real de la ciudadanía para participar activamente en una elección de esta magnitud. Al contrario, los responsables de la reforma parecieron apostar al desconcierto. Las autoridades omitieron garantizar una pedagogía electoral accesible y suficiente. La campaña de información del INE llegó tarde, fue limitada en sus canales y no tuvo el impacto requerido para contrarrestar años de desconocimiento sobre el funcionamiento del Poder Judicial. En consecuencia, millones de personas acudieron a votar sin entender por qué lo hacían, a quiénes elegían o cuál sería el impacto de su decisión.

A la desinformación se sumó la intromisión partidista, se sumó una de las prácticas más corrosivas para la democracia: la operación de los ya conocidos “acordeones”. Acordeones no como ejercicios de reflexión personal o de grupo, tras el estudio de los perfiles, o la práctica del voto en los micrositios diseñados para ello por el INE, sino promovidos por operadores vinculados al oficialismo, que reemplazaron el ejercicio libre del voto por una lógica de obediencia ciega. Cientos de miles de ciudadanos acudieron a votar con listas preimpresas que indicaban exactamente a quién marcar en cada boleta, más bien que número escribir. Esta práctica -tolerada e incluso promovida desde el oficialismo- terminó por anular la libertad del ejercicio del sufragio y la reemplazó por una lógica de obediencia. Votar el 1º de junio se convirtió en seguir instrucciones, transcribir números de un acordeón a una boleta, sin reflexión alguna. Se trató de una elección de Estado, no de una expresión soberana del pueblo. Y la justicia, en una mercancía a repartir como botín.

Los resultados lo confirman, el nuevo rostro del Poder Judicial no es más representativo ni más independiente. Es, en muchos casos, una extensión del poder político en turno. Entre quienes resultaron electos, predominan perfiles cercanos al oficialismo, sin trayectoria judicial sólida o con antecedentes preocupantes. Algunas candidaturas fueron impulsadas por organizaciones religiosas con agendas propias; otras están vinculadas al crimen organizado o a redes de corrupción documentadas. Se trata, en suma, de un mapa institucional que compromete seriamente la imparcialidad y legitimidad de las decisiones judiciales que vendrán.

La Suprema Corte (SCJN), por ejemplo, estará integrada mayoritariamente -por no decir  de forma absoluta- por perfiles cercanos al poder. Hugo Aguilar -quién será ministro presidente durante los primeros dos años- tiene un perfil con méritos en la defensa de los derechos de los pueblos indígenas, pero su candidatura fue impulsada directamente desde el poder Ejecutivo. Junto a él, figuran nombres como Lenia Batres, Loretta Ortiz, Yasmín Esquivel y Maria Estela Ríos, quienes han respaldado abiertamente el proyecto político de Morena. En el Tribunal de Disciplina Judicial, figuras como Celia Maya, Veronica de Gyves y Bernardo Bátiz — con nexos directos con el expresidente López Obrador— ocuparán cargos clave para sancionar a integrantes del propio Poder Judicial y fueron impulsados desde los mismos operadores partidistas. Así, la promesa de democratizar la justicia terminó configurando un Poder Judicial subordinado, en el mejor de los casos, o capturado, en el peor. El mensaje es claro: la justicia no será independiente, sino afín al proyecto político oficial.

Además, el proceso electoral dejó sin competencia real a 133 personas que llegaron por sorteo y que, pese a no haber sido electas en sentido estricto, ocuparán cargos judiciales por nueve años. La equidad y la meritocracia, pilares de cualquier sistema judicial moderno, fueron sacrificadas en nombre de una supuesta “participación directa” que solo sirvió para simular legitimidad.

Frente a este escenario, la pregunta es inevitable: ¿debe repetirse este modelo en 2027? La respuesta es rotunda: no. Pero si, como todo indica, el modelo ha llegado para quedarse, entonces el reto es transformarlo radicalmente. No basta con reconocer que la participación fue baja. Es indispensable hacer una evaluación profunda de las causas y consecuencias de este proceso, asumir que no hay democracia sin ciudadanía informada, ni justicia sin independencia judicial.

La ruta hacia 2027 debe comenzar hoy. Debemos exigir reformas puntuales al modelo de elección judicial: establecer criterios estrictos de elegibilidad, garantizar procesos transparentes y accesibles, blindar la elección frente a intereses ilegítimos, y asegurar una campaña informativa nacional que prepare a la ciudadanía con suficiente antelación. La observación electoral no puede quedar en manos de unos cuantos. La vigilancia debe ser colectiva, rigurosa y permanente.

Es igualmente urgente discutir si todas las figuras judiciales deben ser electas por voto popular. No todas las funciones del Poder Judicial tienen la misma naturaleza política. No es lo mismo elegir a un juez de distrito, cuya labor es técnica y requiere especialización, que a una ministra de la SCJN, cuyo rol incluye interpretación constitucional de alto nivel. Un modelo único y homogéneo de elección judicial desconoce estas diferencias y pone en riesgo la calidad de la justicia.

La elección judicial de 2025 no fue un triunfo democrático. Fue un ensayo fallido que debilitó al Poder Judicial y puso en entredicho su autonomía. No se puede seguir celebrando una participación del 13 % como un éxito ni descalificar las críticas como intentos golpistas. La democracia no se construye desde el triunfalismo ni desde el autoengaño. Se construye desde la crítica, el compromiso y la corrección de los errores.

Si algo debe dejarnos esta elección, es la certeza de que el voto judicial no puede funcionar con las reglas del clientelismo político. Votar por jueces no es lo mismo que votar por presidentes municipales. La justicia no se reparte por cuotas, ni se construye con propaganda.

Lo que viene es aún más complejo. El 2027 implicará la renovación del resto de las magistraturas del TEPJF, nuevas plazas en el Tribunal de Disciplina y múltiples cargos ordinarios. No hay margen para la improvisación. La ciudadanía ya pagó el costo de un experimento mal diseñado. No puede pagar dos veces.

Porque así, justamente así, es como muere la justicia constitucional: entre la indiferencia generalizada, la manipulación política y la sustitución de la imparcialidad por la obediencia. Y una justicia constitucional que muere, se lleva consigo el último dique de contención frente al poder sin límites. Eso no podemos permitirlo.