El inicio de la aviación en México y las postrimerías de la Revolución sirven de escenario a la epopeya del tejano Ángel Roy para reunirse con su amada Mary. A bordo del Canario, un aeroplano de servicio postal, vuela desde Nueva Orleans hasta Veracruz y la península de Yucatán, con un trombón como equipaje. Entrañable novela histórica, de aventuras y romance, Alas de Ángel de David Martín del Campo se publicó por primera vez en 1990 y ahora vuelve a las mesas de novedades, retocada por su autor “limpia de ripios y adjetivos superfluos”, con el sello del FCE, en su colección Popular.  Transcribo las primeras líneas.

Alto hay que llegar. Eso le había dicho su padre, Omar Abed, mejor conocido como el Turco. “Alto hay que llegar”, si, pensó Neftali al atar la cola del gato.

–Apúrate, primo, que ya me quiere rasguñar se quejó Neguib, con su dentadura siempre visible.

Neguib y Neftali habían llegado a la playa tan pronto como terminaron su invento. La idea era de Neftali, pero la fabricación del papalote fue mancomunada. “Nuestro pasajero será el gato de la tía Susana.” Al principio intentaron cazarlo sin mayor acechanza, pero el felino se escabullía trepando a los roperos. Luego trataron de capturarlo arrojándole una colcha revuelta, pero el gato volvió a escapar y la tía Susana los corrió gritando “¡Desalmados, muchachos hijos de puta!… Váyanse mejor a vender hilos en la plaza”.

Neftali quería llegar alto, como le había sugerido su padre Omar Abed, luego que desembarcaron a la abuela Sajiye del Golden Nagus, un vapor que hacía la ruta Marsella-La Habana-Tampico. La abuela, pataleando en la red de la grúa, como a la fuerza la hicieron subir en Zgharta, al grito de “¡Nooo, a las Américas malditas no!”

Luego de muchos esfuerzos, Neftali consiguió por fin un nudo ciego en la cola del gato. Neguib también sonrió satisfecho, pero el rasguño del animal lo hizo gritar:

–¡Ay, gato hijo de perra!

El papalote era enorme, tan alto como ellos mismos, de papel de china y varas de bambú. Lo mantenían acostado, sujeto con cuatro ladrillos sobre la arena. El gato, apenas se vio libre de los brazos del mozalbete, echó a correr. Lo habían atrapado con un truco demasiado burdo: una cabeza de pollo, una caja de jabón y un palito. Cuando Neftali jaló el cáñamo, su primo Neguib comentó:

–Apúrate primo, porque este morrongo va a romper el papalote.

El felino, al descubrirse sujeto por la cola, se revolvía furioso y trataba de morder el nudo de aquel larguísimo trapo.

Neftalí avanzó contra el viento del norte, pulsó el cordel y gritó:

–Ahora, Neguib; levántalo despacio. Que agarre viento.

El muchacho obedeció, no porque su primo fuera mayor que él y lo aventajara en todo, sino que en verdad el gato empezaba a lastimar la estructura de la cometa.

La sorpresiva racha y el vertiginoso despegue del papalote fueron todos tres, porque se acompañaron con el maullido lastimero que ya se elevaba zigzagueante, “¡Miouuú, miouú, mioú!…”, y que Neguib celebró con su boca de mojarra:

–Vuela, vuela, vuela…

Neftalí debió emplear ambas manos para controlar aquello; el plano hexagonal era atacado por la brisa del mar y le exigía ceder una y otra braza del cordel. Cuando el muchacho retenía el cáñamo, la cometa empezaba a cabecear describiendo trayectorias de serpentina, y el pobre minino se balanceaba en el chicote igual que el péndulo de un reloj enloquecido.

–Gato, gato; ¿qué ves allá arriba? –preguntó Neguib, exaltado con aquella proeza.