Conocí a la enorme soprano tapatía Gilda Cruz Romo (Guadalajara, 1940-San Antonio, 2025) en la década de los ochenta, cuando ya era una figura de talla internacional, y como a otras constelaciones del género lírico, y de otros quehaceres artísticos, me la presentó el prestigiado escritor y periodista veracruzano Rafael Solana. Egresada del Conservatorio Nacional de Música, y también como otras de nuestras notables voces, siempre reconoció, tanto en el perfeccionamiento de la técnica como en el de la interpretación vocales, la guía definitiva del egregio maestro Ángel Esquivel.

Inició su carrera profesional en 1962, cuando debutó en el Teatro de Bellas Artes con el pequeño papel de Ortlinde en La Valquiria, segunda parada de la tetralogía El anillo del nibelungo, de Richard Wagner. Quien desde un principio llamó la atención por poseer los recursos necesarios para convertirse en una gran figura de la lírica, su despegue internacional se produciría a finales de esa misma década, cuando debutó en la New York City Opera como la protagónica Margarita de Mefistofeles, de Arrigo Boito, difícil rol con el que obtuvo extraordinarias críticas. Una de nuestras grandes sopranos dramáticas por excelencia, el propio The New York Times resaltó entonces, entre otros de los mayores atributos de esta destacadísima cantante mexicana e internacional, sus “pianísimos de delicada belleza”.

Si a su contemporáneo y cercano colega el gran Plácido Domingo le llevó cerca de diez años pasar de una casa de ópera a la otra, una al lado de la otra dentro del complejo neoyorquino del Lincoln Center, en palabras suyas, Gilda debutó soló un años después, en 1970, en la tan codiciada Metropolitan Opera House. Nada más y nada menos que con la Cio-Cio-San de Madama Butterfly, de Giacomo Puccini, uno de sus roles de cabecera, este gran acontecimiento en su carrera marcaría el inicio de una larga y exitosa relación con una de las casas de ópera más prestigiosas del mundo, donde participó en más de ciento sesenta funciones a lo largo de más de dos lustros. La versatilidad de su repertorio y la profundidad emocional de su canto, aunadas a una ya arriba señada impecable técnica que hacía parecer más que natural su hermoso y conmovedor canto, la convirtieron en una de las voces del MET más socorridas por esos años.

Figura en otras importantes casas de ópera donde igual fue debutando al hilo, como la Royal Opera House de Londres en 1972 y la Scala de Milán en 1973, y el Bolshoi en Moscú y el Palais Garnier en París, y la Stat Oper de Viena y La Fenice de Venecia, y el Maggio Musicale de Florencia y el Colón de Buenos Aires, y el Palacio Nacional de Lisboa y el Liceo de Barcelona, Gilda Cruz Romo triunfó en los más importantes teatros operísticos de América y de Europa. Y si bien cantó con solvencia de igual modo papeles veristas como la Nedda de Payasos, de Leoncavallo, fue sobre todo una grandísima verdiana, haciendo suyas la Violetta de La Traviata, la Desdémona de Otello (entre otras ocasiones, para el debut del protagónico masculino shakespereano que le da nombre del propio Plácido en el MET, en 1979), la Aida, la Luisa Miller (uno de sus mayores triunfos, la grabó en vivo, en la RAI de Turín, con Pavarotti y Manuguera), las Leonoras de El trovador (que grabó con Carlo Cossutta, el citado Manuguera y Fiorenza Cossotto, bajo la dirección de Riccardo Muti) y La fuerza del destino, la Isabel de Valois de Don Carlos. Su notable capacidad para encarnar los protagónicos verdianos fue prueba fehaciente de su maestría en esa especialidad, permitiéndole captar la esencia y el poder de cada personaje, su alma y su carácter.

Una no menos sensible y poderosa pucciniana, aparte del citado Cio-Cio-San que interpretó como pocas, igual fue notable su Tosca, y su Manon Lescaut, y su Sor Angélica, e incluso su Turandot, roles con los cuales igual proyectaba sus no menos sobradas dotes histriónicas. Mucho nos ha sorpendido y dolido siempre, a sus admiradores confesos, que esas grandisimas facultades vocales e interpretativas no hayan trascendido, como debió haber sido, en el terreno discográfico, no exento por desgracia de grupúsculos y de mafias, y que en su específico caso igual se acrecentó por no haber contado, como en otros casos, con los promotores indicados para moverse con solvencia en esa otra estratósfera de los sellos discográficos.

Conocedores de este sensible vacío en el entreverado mundo de las grabaciones donde no siempre están todos los que son ni son todos los que están, mucho valoramos y agradecemos, por ejemplo, la importantísima labor de rescate hecha por el talentoso y sapiente contratenor y también promotor Héctor Sosa. Auténtico sabueso que igual echó al asador sus dotes de investigador detectivesco, rescató, clasificó, anotó y además remasterizó auténticas joyas de presentaciones en vivo no siempre grabadas como se debía, y así estructuró una tan amplia como versátil colección en torno a nuestras maximas leyendas belcantísticas, para beneplácito y beneficio no sólo de quienes hayan tenido el privilegio de escucharlas en vivo, sino además y sobre todo para aquellas nuevas generaciones de melómanos y enterados y nuevos escuchas que ahora tienen a su alcance estos verdaderos tesoros de la actividad belcantística en nuestro país. Entre otros valiosos apoyos y respaldos, me tocó ser testigo del de nuestro querido y admirado René Avilés Fabila cuando estaba al frente del Departamento de Promoción y Difusión Cultural en la Universidad Autónoma Metropolitana, y luego en el de la Unidad Xochimilco (y más tarde el de su viuda Rosario Casco Montoya al frentre de la Fundación RAF), para grabar toda una colección evidenciando la invaluable herencia de las más de nuestras grandes voces líricas.

Como la Callas, que rescató y sumó a su maravilloso repertorio la Medea de Cherubini, y por lo que Pasolini la convenció de protagonizar su lectura del clásico griego de Eurípides, Gilda Cruz Romo también cantó esta difícil y paradigmática ópera del compositor florentino. Presente de igual modo en otras importantes plazas norteamericanas, como Chicago, Houston, Dallas, San Francisco, New Orleans, Boston, Philadelphia, Baltimore, el nombre de Gilda Cruz Romo está asociado a lo mejor del quehacer belcantístico de la segunda mitad del siglo XX, siendo figura indiscutible en los más importantes teatros operísticos sobre todo durante las décadas de los setenta y ochenta. ¡Descanse en paz!