Columna: Mesita de nocheEl erudito poeta de noble cuna, Giacomo Leopardi (Recanati, 29 de junio de 1798-Nápoles, 14 de junio de 1837) padeció varias enfermedades que lo confinaron a la lectura y el estudio. Entre su copiosa obra se cuentan más de mil cartas. Transcribo un fragmento de la destinada a consolar a su deprimida hermana Paulina (la traducción es de Luis M. de Cádiz):
Roma, 28 de enero de 1823. Querida Paulina: Tu carta me ha sido muy grata, como todas las que tú me escribes; pero me desagrada mucho saber que te encuentras bastante afligida por tu imaginación. Al decir por la imaginación, no es mi ánimo asegurar que tus males sean imaginarios, sino únicamente que se derivan en gran parte de aquélla; ya que en el mundo no hay ni verdadero bien ni verdadero mal, hablando humanamente, fuera de los dolores del cuerpo. Desearía poder consolarte y lograr tu felicidad, aun a costa de la mía; pero, como no puedo hacer tal cosa, te aseguro al menos que tienes en mi un verdadero hermano que te ama de todo corazón y te amará siempre; que siente las contrariedades y amarguras de tu situación y las hace suyas, que, por último, se halla a tu lado en todas tus cosas. Después de todo esto, no volveré a decirte que la felicidad humana es un sueño; que el mundo no es hermoso ni siquiera soportable, sino visto desde lejos, como le ves tú; que el placer es una palabra vana sin contenido real; que la virtud, el sentimiento, la grandeza de alma son, no solamente los únicos consuelos a nuestros males, sino también los únicos bienes posibles en esta vida; y que esos bienes no se gozan ni se acrecientan viviendo en el mundo y en la sociedad, como suelen creer los jóvenes, sino que se pierden totalmente, dejando en el alma un vacío desolador. Tú conoces esas cosas y hasta crees en ellas: a pesar de eso, tienes necesidad y deseos de verlas personalmente, lo cual te hace desgraciada. Eso mismo me ha ocurrido a mi y siempre ocurrirá a las gentes jóvenes, a los hombres maduros y hasta a los mismos ancianos; pues tal deseo es infundido en nosotros por la misma naturaleza. Por aquí puedes comprender cuán lejos estoy de no encontrar razonable tu actitud […] es conveniente que te distraigas ¿Tú crees que yo me distraigo más que tú? Seguramente que no. A pesar de ello, en estos últimos tiempos he procurado distraer mi vida y prosigo haciéndolo así. Ten por rigurosamente cierta la máxima siguiente, reconocida como tal por todos los filósofos y que en muchos casos te servirá de consuelo: la felicidad y la infelicidad de cada uno de los hombres (fuera de los dolores corporales) son absolutamente iguales a las de todos los otros, sea cual fuere la condición o situación en que puedan encontrarse. Por consiguiente, hablando con propiedad, tanto goza y sufre el pobre, el viejo, el débil, el contrahecho y el ignorante, cuanto sufre y disfruta el rico, el joven, el fuerte, el hermoso y el instruido; pues cada cual en su estado se labra su propia dicha y desgracia; y la suma de los bienes y de los males que cada hombre puede labrarse es igual a la que alcanza cualquier otro.
Tal vez te habré fastidiado con tanta filosofía a pesar de que mi intención ha sido consolarte. Como quiera que sea, alégrate todo lo que puedas, y espera que yo vaya personalmente a consolarte de viva voz, si antes no lo hubiese hecho el destino. Saluda a los padres y hermanos, particularmente a Carlos, Yo me encuentro muy bien y te sigo amando, Adiós.