La Santa Sede, siempre obligada a comunicarse con el mundo, fundó Radio Vaticano en 1931, durante el reinado de Pío XI. Este paso, que fue de menos a más, derivó en la creación del Dicasterio para la Comunicación, que gestiona la política de la sede apostólica en los medios masivos, incluso a través de las nuevas tecnologías. La reflexión viene a colación porque el inédito activismo de León XIV en redes sociales lo ha convertido en un personaje mediático, en un religioso que, deseoso de llegar a todos los rincones del orbe, sabe usar las tecnologías de la información. En efecto, en una coyuntura polarizada y compleja como la actual, el aislamiento nada aporta a un líder como Robert Prevost, quien parece estar convencido de algo obvio pero cada vez menos común, es decir, que la política debe servir a la armonía y la paz de cada nación y del mundo. Un vistazo a sus publicaciones en medios escritos y electrónicos confirma su preocupación en temas asociados con rezagos sociales, exclusión y guerra, entre otros. En esa línea, su narrativa recupera enseñanzas de Paulo VI y del Concilio Vaticano II. Dicho de otra forma, León XIV es producto de un magisterio eclesiástico comprometido con los que menos tienen, lo mismo en el Norte que en el Sur globales. Ante realidades de pobreza, xenofobia y persecución a migrantes, Prevost sabe que la Iglesia es experta en humanidad y que debe trabajar según esa idea, que fue acuñada en el segundo periodo conciliar.
Con estos elementos, es probable que la Santa Sede despliegue una diplomacia de brazo largo, que le permita conocer realidades distantes y fortalecer los lazos de Roma con las periferias. De ser el caso, la comunidad internacional será testigo de su involucramiento, que no intervención, en situaciones como la de Gaza, que indignan y descalifican la justicia. De ser así, tocará al nuevo Papa avanzar en la ruta de la civilización del amor y de la globalización de la solidaridad, con respeto a las confesiones dogmáticas e identidades de los pueblos. El reto exigiría al Vaticano echar mano de conceptos acuñados en pontificados previos, entre otros, que toda diplomacia debe defender las instituciones de la verdad. Una estrategia de este tipo afirmaría la unidad de la Iglesia y, a la vez, fomentaría el diálogo y la colaboración con los gobiernos, sin menoscabo de la firmeza que reclama la presencia global creíble y legítima a la que aspiraría el Vicario de Pedro, que no de Cristo. En todo este proceso, el trabajo político del Papa con las cúpulas del poder debería dar resultados tangibles para los de abajo. Debería, también, nutrir con suavidad acuerdos persuasivos, de tal suerte que, ante polarizaciones inesperadas, León XIV cuente con las vías de escape que corresponden a su doble condición de Jefe de Estado y jerarca máximo de la Iglesia Católica. El tiempo irá aclarando las cosas. Por ahora, es de esperar que el Pontífice siga los magisterios progresistas de servicio al prójimo y al bien común. No es un asunto meramente religioso. Todo lo contrario, por sus alcances incumbe a la sociedad política. La fórmula es bien conocida; desde el Siglo XIII la abrazó Santo Tomás de Aquino, el Doctor Angélico, como noción estructuradora de toda comunidad benevolente, empática y perfecta. Bonum commune praeminet bono singularis unius personae.
El autor es doctor en Ciencias Políticas e internacionalista.