En mi experiencia he visto nacer y por desgracia después languidecer infinidad de festivales culturales, las más de las veces porque no consiguieron mantener a sus sponsors privados o bien porque fueron capricho político que no se sostuvo tras la transición. Aquellos que han conseguido sobrevivir y consolidarse son garbanzo de a libra, y por lo mismo debieran convertirse en modelo a seguir. Dentro del grupo selecto de estos últimos, como el Festival de Mayo de Guadalajara que ha conseguido mantener contra viento y marea mi muy dilecto Sergio Alejandro Matos, el Festival Paax GNP, en el contexto de la riqueza cultural y natural que ofrece la Riviera Maya, se erige ya como un evento emblemático que celebra la música, la diversidad y la herencia artística. Este festival, que convierte a Xcaret en un epicentro cultural año con año, no solo invita a los asistentes a disfrutar de presentaciones artísticas de alta calidad, sino que también busca sensibilizar acerca de la importancia de preservar y valorar la cultura mexicana, y por qué no la biodiversidad como parte de este acervo invaluable no siempre conscientemente protegido.

Y en este escenario, la presencia de Alondra de la Parra como directora artística y musical del festival no ha sido casualidad. Reconocida por su espléndida trayectoria artística y su honda pasión por la buena música, ha sabido tejer puentes entre la tradición y la vanguardia, la historia y el presente proyectado hacia el futuro. Su enfoque ha permitido que el festival no solo presente obras de compositores clásicos reconocidos, sino que también resuene con otras voces contemporáneas consolidadas o en ascenso, promoviendo la inclusión y la diversidad en el quehacer escénico musical. Su enfoque innovador no solo revitaliza la interpretación de la música clásica consagrada, sino que también la introduce a nuevos públicos, con sus hondas pasión y formación como acicates fundamentales. Su manera de sentir y hacer música, de interpretarla y transmitirla, incluso de explicarla con sabiduría y con gracia, siempre con pasión y conocimiento de causa (¡cómo no recordar al gran Lenny, Leonard Bernstein, con sus inolvidables transmisiones didácticas con la Filarmónica de Nueva York!), trasciende y resuena en un público que se emociona y se compromete. El lenguaje universal por antonomasia, Alondra de la Parra es uno de esos directores que contagian, crean y agrandan comunidad en torno a esa inefable pasión compartida que es la música. No solo irradia su talento como directora y promotora, sino que también se convierte en una embajadora cultural que promueve el diálogo entre las tradiciones musicales y las nuevas corrientes artísticas. Durante diez días de intensa actividad, el festival se convierte así en un espacio donde la música, la danza y el arte se entrelazan, y la presencia de su fundadora añade un valor extraordinario y ya referencial. A través de estas iniciativas, la Riviera Maya no solo confirma su presencia como uno de los destinos turísticos más visitados en el mundo, sino como un epicentro cultural en el que el arte y la música se encuentran para narrar la historia de un país diverso y vibrante, porque, como bien dijo alguna vez mi muy querido y recordado Víctor Hugo Rascón Banda cuando con su prestigio contribuyó a impulsar un maravilloso festival en Chihuahua que por desgracia ya es historia pasada, no hay mejor antídoto contra la violencia y la desintegración social que el arte en todas sus manifestaciones.

Otra declarada mahleriana, como quien esto firma, dentro de una cofradía cada día más nutrida, la inclusión de la Primera Sinfonía “Titán” de tan imprescindible compositor austriaco como platillo fuerte para cerrar una edición más del festival fue todo un acierto, sobre todo porque la directora anunció la programación en ediciones posteriores de todo su imponente catálogo de diez sinfonías, ciclos de lieder y demás partituras dentro de un compacto acervo musical de vital trascendencia en el quehacer musical contemporáneo. Y es que el verdadero reconocimiento de Gustav Mahler (Kaliste 1860-Viena 1911) vino hasta la celebración del centenario de su natalicio, poco menos de cincuenta años después de su prematuro fallecimiento, cuando su aún viva compañera y musa Alma alcanzara todavía a encabezar los más de los festejos en torno a tan mencionada efeméride de la música. Los más de los músicos y promotores, con su cercano discípulo y amigo Bruno Walter a la cabeza, contribuirían a detonar una especie de culto que no solo se ha mantenido sino acrecentado al paso de los años, incluida la conmemoración de su centenario luctuoso hace casi ya tres lustros.

Sin duda la más interpretada de las partituras de Mahler y obra indispensable en casi todas las temporadas de las distintas orquestas sinfónicas, la versión que de ella esta vez nos ofrecieron Alondra de la Parra y la llamada Orquesta Imposible (“el milagro de la música”), resultó sobrecogedora y en muchos sentidos novedosa. Cargada de las tensiones emocionales y filosóficas que para entonces ya abrumaban al joven Mahler (intenso viaje desde la oscuridad hacia la luz y desde el dolor hacia la esperanza), “Titán” sorprende por su maravilloso tejido armónico y una grandilocuencia orquestal que en buena medida anuncia lo que el compositor haría más adelante, pues en ella ya se definen su poética y su estilo, la búsqueda de ese ideal mahleriano de la “música total”, parafrasenado a su amado Wagner (compungido solo dijo, cuando siendo todavía muy joven se enteró de la muerte en Venecia de su entonces mayor modelo: “el maestro ha muerto”, como a su vez este último lo había hecho a la de Beethoven en 1827). En conclusión, la “Titán” no solo es significativa por su innovadora orquestación y su complejidad estructural, sino también por su capacidad para resonar con las experiencias universales del ser humano en su difícil tránsito existencial.

Una de esas singulares partituras en las que siempre es posible encontrar algo nuevo, pues por su colosal y colorida grandilocuencia difícilmente puede ser del todo agotada, Alondra de la Parra nos cautivó por una lectura plena de cuerpo y unidad. Abordada conforme a las últimas anotaciones del autor, en cuatro movimientos y sin el Blumine concebido por Mahler en su primera y muy mal recibida versión (“¡Mi tiempo llegará!, escribió), los incisos de mayores densidad y profunda poesía muy bien contrastaron con los más festivos y casi dancísticos, siendo por su complejidad y su innovación motivo de un rechazo casi unánime en su estreno en 1889, conforme Mahler desde aquí se adelantaba ya a su tiempo y presagiaba lo porvenir. El segundo y el tercer movimientos, pensados por el compositor a modo de auténtico interludio (el segundo corresponde a un recuerdo de muy honda repercusión en la vida del compositor, porque “Infancia es destino”, como bien escribió Freud, y el tercero es una sarcástica marcha fúnebre), sonaron a plenitd con una orquesta conformada por extraordinarios atriles provenientes de muy diversos orígenes, un poco a la manera de la de Minería.

El cierre, con un “con movimiento tempestuoso”, de portentosa y magistral exuberancia, y en el cual brilló la orquesta en cada una de sus extraordinarias secciones, incluidos sus alientos en donde paradójicamente tantas otras orquestas suelen trastabillar, durante la coda y de pie, resultó verdaderamente apoteótico. Después de una interpretación con tales vehemencia y calidad, sin duda en uno de los mejores y más nítidos de los acercamientos al “Titán” que hayamos escuchado recientemente (recurdo, por ejemplo, la de Riccardo Chailly con la Concertgebouw de Amsterdam cuando en los noventa vinieron a México), no cabía ya encore alguno, y así fue. Con el único compromiso de hacer buena música y rendir culto a los grandes compositores, nos quedamos a la espera de lo porvenir, porque Mahler siempre se agradece y vale la pena.