Durante la histórica (y profundamente controvertida) elección judicial del 1° de junio de 2025, uno de los episodios que más alertas generó en redes sociales, medios de comunicación y organizaciones de la sociedad civil fue la distribución masiva de materiales impresos conocidos como “acordeones”. Estas listas de votación sugeridas, entregadas en mercados, estaciones del metro, zonas escolares y centros públicos de la Ciudad de México, promovían candidaturas específicas para los cargos de juezas, jueces, magistraturas y ministras/os del Poder Judicial Federal. A pesar de tratarse de una elección no partidista, los nombres en los “acordeones” coincidían en su mayoría con los perfiles cercanos al oficialismo.

Detrás de esa operación (que fue ampliamente documentada en redes y medios digitales) se denunciaron actos que podrían configurar coacción del voto, uso de recursos públicos, propaganda indebida en periodo de veda, y una afectación directa al principio de equidad en contienda. Diversas organizaciones presentaron quejas ante el Instituto Nacional Electoral (INE), solicitando medidas cautelares y el inicio de un procedimiento especial sancionador. El caso fue conocido como la “Operación Acordeón” y acabó en manos de la Sala Superior del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF).

La resolución llegó semanas después. Por mayoría, el Tribunal confirmó la decisión del INE de desechar las quejas, al considerar que no se habían presentado pruebas suficientes sobre los hechos denunciados: no se acreditaban modo, tiempo, lugar ni sujetos responsables. En otras palabras: se reconocía la existencia de los “acordeones”, pero no había forma de vincularlos jurídicamente con una falta electoral atribuible a personas concretas.

En apariencia, el TEPJF actuó conforme al marco normativo vigente. No se puede sancionar sin pruebas. No se puede perseguir una infracción si no se acredita su existencia con elementos verificables. Y, por supuesto, no se puede vulnerar el debido proceso ni los derechos de defensa. Todo eso es cierto. Pero también es cierto que hay momentos en los que la legalidad resulta no solo insuficiente, sino injusta. Y este es uno de ellos.

La elección judicial fue una novedad absoluta en nuestro sistema electoral. La ciudadanía votó por miles de candidaturas sin antecedentes, sin partidos, sin campañas tradicionales y sin referencias públicas claras. En medio de esa desinformación (o quizás aprovechándose de ella), emergieron mecanismos de guía del voto promovidos por estructuras afines al poder. Y lo hicieron con una logística tal que difícilmente puede atribuirse a un fenómeno espontáneo o ciudadano. Fue una operación organizada, masiva, sistemática. Que no haya prueba directa de ello no significa que no haya existido. Significa que el diseño institucional no permitió acreditarla. Y ahí radica el verdadero problema.

Frente a las quejas presentadas formalmente, la respuesta del INE fue tibia y la del TEPJF, evasiva. En ambas, lo que predominó fue una especie de prudencia burocrática que, lejos de garantizar derechos, los puso en entredicho. Lo que se desnudó en este episodio no fue solo una operación coordinada y opaca para inducir el voto, sino el verdadero grado de descomposición de las autoridades electorales, atrapadas entre su deber constitucional y su falta de voluntad política. Lo que vimos fue un sistema que, ante una anomalía flagrante, eligió la pasividad institucional sobre la protección activa del sufragio.La mayoría del TEPJF sostuvo que las notas periodísticas, las fotografías genéricas, los enlaces a redes sociales y los testimonios indirectos no bastan para abrir un procedimiento sancionador. Que los requisitos procesales son claros y deben cumplirse: modo, tiempo, lugar, responsables. Y que sin esos datos, iniciar una investigación sería arbitrario. En suma, el razonamiento de la mayoría en la Sala Superior se apegó al formalismo más rígido: las notas periodísticas, los testimonios indirectos, los registros fotográficos no bastan para abrir un procedimiento. Como si la defensa del voto se tratara de una ecuación notarial y no de un compromiso democrático. Como si, ante un hecho inédito, las herramientas ordinarias fueran suficientes. Como si la impunidad organizada no mereciera al menos el esfuerzo de ser investigada.

El problema es que ese razonamiento, aunque pudiera parecer correcto en términos jurídicos formales, resulta inútil cuando se enfrenta a fenómenos electorales inéditos como el que vivimos. Las operaciones de manipulación del voto en elecciones no partidistas no dejan huella directa: no hay spots, no hay financiamiento registrado, no hay propaganda formal. Lo que hay es presión social, indicaciones veladas, listas distribuidas “desde el territorio”, estructuras paralelas de movilización. Si se exige a la ciudadanía o a las organizaciones probar cada eslabón de esas cadenas con rigor notarial, simplemente no habrá sanciones. Y quienes controlan esas redes lo saben.

La decisión final reafirma criterios previos, sí. Pero también confirma un sesgo estructural: las autoridades electorales actúan con mano firme solo frente a la ciudadanía o actores críticos. Cuando los hechos provienen del poder o se asocian con sus intereses, la respuesta es tibia, la vigilancia se diluye y el derecho se convierte en excusa. La elección judicial de 2025 fue un laboratorio de anomalías. Desde el diseño hasta su ejecución, estuvo marcada por la improvisación, la falta de transparencia, la baja participación y múltiples episodios que comprometen su legitimidad. La “Operación Acordeón” fue apenas la más visible de esas anomalías. La negativa del Tribunal a investigarla fue la estocada final.

El voto particular del magistrado Reyes Rodríguez Mondragón es valioso precisamente porque advierte esta trampa institucional. En su opinión, dadas las condiciones inéditas del proceso (ausencia de experiencia, desinformación generalizada, incertidumbre sobre las reglas del juego), el umbral probatorio para iniciar una investigación debió ajustarse. No para condenar sin pruebas, sino para no cerrar la puerta a la indagatoria. Porque desechar sin investigar equivale, en los hechos, a normalizar.

Este caso revela una paradoja inquietante: en México, el modelo sancionador electoral está diseñado para proteger derechos, pero puede convertirse en un obstáculo para su defensa cuando los hechos denunciados no se ajustan a patrones probatorios tradicionales. Es decir, cuando la infracción es tan sofisticada, o tan informal, que escapa al molde jurídico. Entonces no hay sanción, no hay investigación, y no hay reparación. El derecho, en vez de servir como herramienta de protección, se convierte en justificación de la inacción.

Lo que está en juego no es un expediente archivado, ni una lista de nombres: es el estándar con el que se protegerá (o no) el voto en adelante. Porque si hoy se permite que la inducción del sufragio pase inadvertida, mañana se permitirá la manipulación directa. Y si hoy se normaliza la impunidad electoral, mañana se institucionalizará.

Lo que sigue exige claridad y firmeza. Lo que vivimos no fue una elección, sino una gran simulación: una puesta en escena diseñada para legitimar, no para elegir. Plagada de violaciones graves y sistemáticas a los principios constitucionales que deben regir todo proceso electoral: la certeza, la legalidad, la equidad y la libertad del sufragio. La “Operación Acordeón” fue la cereza del pastel. La determinación de la mayoría del TEPJF, la renuncia final. Y lo que queda, para quien no quiera cerrar los ojos, es evidente: la democracia se está vaciando de contenido, y sus guardianes han optado por mirar hacia otro lado.

El precedente que deja esta resolución es preocupante: incluso frente a una operación masiva y coordinada que podría haber vulnerado la libertad del voto, la respuesta institucional fue cerrar el expediente. En democracia, eso no puede ser suficiente.