Aún no se asientan los efectos de la reforma judicial ni de la serie de reformas constitucionales aprobadas entre septiembre de 2024 y junio de 2025; tampoco se ha recuperado la estabilidad del sistema electoral tras la elección judicial extraordinaria del 1º de junio, y el gobierno federal ya ha puesto sobre la mesa una nueva reforma constitucional en materia electoral. Aunque el contenido específico de la propuesta sigue sin conocerse con claridad, la sola intención de modificar de fondo el sistema electoral resulta inquietante. Porque si algo nos ha enseñado la experiencia reciente, es que reformar sin diagnóstico, sin consensos y sin una visión de largo plazo puede resultar más dañino que transformador.

El anuncio de esta reforma llega en un momento políticamente estratégico: con una mayoría legislativa amplísima, una presidenta con altísimos niveles de aprobación y un aparato de comunicación robusto. Pero también ocurre en un contexto democrático frágil: el INE y el Tribunal Electoral están profundamente debilitados tras la elección judicial; la ciudadanía aún procesa los efectos de esa inédita jornada, y los partidos de oposición se encuentran replegados y divididos. ¿Qué tipo de reforma electoral puede surgir en estas condiciones? ¿Una que fortalezca la competencia, garantice la equidad y modernice el sistema? ¿O una que termine por consolidar el dominio de una sola fuerza política?

No es casual que la reforma electoral anunciada por la presidenta Claudia Sheinbaum el 24 de junio de 2025 forme parte de sus “100 puntos” de gobierno. Se trata de una prioridad política que ya había perfilado el presidente López Obrador desde el inicio del sexenio anterior. Basta recordar el fallido “Plan A”, que pretendía modificar el andamiaje constitucional electoral en 2022; el controvertido “Plan B”, aprobado en 2023 y parcialmente invalidado por la Suprema Corte; y, más recientemente, la iniciativa del 5 de febrero de 2024 incluida en el “paquete de reformas constitucionales” —o más bien “paquete de destrucción institucional (diría yo)”— que planteaba desde la eliminación de los OPLEs hasta la elección directa de consejeros y magistrados.

Esa insistencia revela que no estamos ante una reforma aislada, sino frente a un proyecto de rediseño total del sistema democrático mexicano. Un rediseño que, de consumarse en sus términos más radicales, implicaría concentración de facultades, desaparición de contrapesos e instauración de una lógica electoral funcional al poder. La experiencia reciente con la reforma judicial no deja lugar a dudas: lo que se anuncia como democratización puede traducirse, en los hechos, en una ofensiva contra la autonomía y la técnica institucional.

No se trata, pues, de una reforma más, sino de la continuidad de un proyecto político que, paso a paso, ha buscado reconfigurar el Estado mexicano conforme a una lógica de concentración y subordinación institucional. La reforma planteada en el llamado “paquete del 5 de febrero” ya adelantaba varias de las líneas que hoy vuelven a la agenda pública: eliminación de listas plurinominales, reducción del Congreso, recorte presupuestal al INE y rediseño del sistema electoral en clave de austeridad. Bajo la apariencia de racionalidad financiera, se oculta una fórmula para erosionar la representación, debilitar a los árbitros y empobrecer el pluralismo.

Resulta revelador que muchas de estas reformas no se justificaran a partir de un diagnóstico técnico, sino desde una narrativa de confrontación y desconfianza hacia las instituciones autónomas. Así ocurrió con la reforma judicial, cuando se prometió depurar al Poder Judicial “corrupto” para terminar imponiendo candidaturas por consigna. Y así podría volver a ocurrir con el sistema electoral si el objetivo no es mejorarlo, sino neutralizar sus resistencias. Lo preocupante no es solo qué se quiere cambiar, sino cómo se pretende imponer: sin diálogo, sin debate plural, sin contrapesos.

Desde hace años hay consenso técnico sobre aspectos que merecen revisión: el exceso de litigios, la sobrerrepresentación, la parálisis del modelo de comunicación política, el régimen de fiscalización y el sistema de sanciones. Pero también hay consenso en lo que debe conservarse: un sistema profesionalizado de organización electoral, un padrón confiable y una autoridad que, con todo y sus deficiencias, ha sido capaz de organizar elecciones limpias, complejas y creíbles. El riesgo es que el rediseño constitucional, si ocurre, no apunte a corregir lo que falla, sino a debilitar lo que funciona para perpetuar el poder.

La reforma judicial ofrece una advertencia clara. Promovida con la narrativa del “pueblo eligiendo a sus jueces”, acabó por desmantelar el sistema de carrera, destituir sin evaluación a cientos de personas juzgadoras e imponer un nuevo diseño institucional sin planeación ni garantías mínimas de independencia. La elección judicial, en la práctica, fue un ejercicio de cooptación masiva. Y si esa es la hoja de ruta, podemos anticipar que una eventual reforma electoral siga caminos similares: menos técnica, más política; menos diálogo, más imposición.

Una de las ideas que ya circulan es la desaparición de los OPLEs y la centralización total de los procesos electorales en el INE. Aunque en apariencia podría generar eficiencia y ahorro, conlleva enormes riesgos: se pierde conocimiento local, se debilita la autonomía estatal y se sobrecarga a una autoridad nacional ya saturada. También se ha planteado rediseñar el Tribunal Electoral, quizás incluso eliminar sus salas regionales o redefinir el papel de la Sala Superior. De concretarse, estaríamos ante una transformación integral del sistema de justicia electoral, justo cuando su credibilidad está en entredicho.

Otro foco de alerta es la posible modificación del modelo de representación. Reducir el número de legisladores o eliminar las listas plurinominales puede sonar atractivo, pero implicaría eliminar la representación de minorías, aumentar la distancia entre ciudadanía y representantes, y empobrecer el pluralismo. Si el objetivo real es consolidar un Congreso sin oposición, lo que se plantea no es una reforma electoral, sino una regresión autoritaria.

Desde luego, no se descarta que haya propuestas valiosas. México necesita revisar a fondo el modelo de comunicación política, que hoy genera inequidad, incentiva el ruido y obstaculiza el debate de fondo. También urge mejorar el régimen de fiscalización, desbordado por los tiempos, los montos y la opacidad. Pero esos cambios deben discutirse con base en evidencia, con participación de órganos técnicos, no dictados desde los escritorios del poder.

Una verdadera reforma electoral debe partir del reconocimiento de que la desconfianza ciudadana no se resuelve con más control estatal, sino con mayor transparencia, mejor rendición de cuentas y fortalecimiento institucional. Si se quiere recuperar la credibilidad del sistema, hay que escuchar tanto a quienes lo operan como a quienes lo enfrentan: autoridades, candidaturas, votantes y organizaciones civiles.

México no necesita otra reforma electoral dictada por la ambición de poder, sino una que garantice competencia equitativa y órganos imparciales. Ya hemos pagado un alto costo por reformas mal diseñadas. No podemos permitirnos otra más. Lo que está en juego no es solo un diseño técnico, sino la arquitectura misma de nuestra democracia.