De Nathaniel Hawthorne (Salem, Massachusetts, 1804-New Hampshire, 19 de mayo de 1864), aclamado autor de La letra escarlata, admirado por Herman Melville y contemporáneo de Adgar Allan Poe, transcribo las primeras líneas del relato “La muerte repetida”, publicado en la selección de Los mejores cuentos policiales 2 (Alianza 1983), de Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares.
Un joven, cuyo oficio era el de vendedor ambulante de tabaco, prcedente de Morristown, donde hizo un buen negocio con el diácono de la corporación de cuáqueros, se dirigía a la aldea de Parker’s Falls, sobre el río Salmón. Tenía un lindo carrito verde, con una caja de cigarros pintada en cada lado, y en la parte trasera, un cacique indio enarbolando una pipa y una rama de tabaco estampado. El muchacho guiaba una hermosa yegüita, y era un muchacho despierto para los negocios, y por eso mismo apreciado por los yanquis, quienes según les he oído decir, prefieren que los afeiten con una navaja afilada. Era querido, especialmente, por las muchachas bonitas de Connecticut, a las que hacía regalos de su mejor tabaco pues sabía que las campesinas de Nueva Inglaterra son, por lo general, aficionadas a la pipa. Además, como se verá en el curso de mi relato, el muchacho era preguntón, algo charlatán, siempre ávido de oír noticias y anheloso de repetirlas.
Después de un temprano desayuno en Morristown, el muchacho, cuyo nombre era Dominicus Pike, había hecho siete millas a través de bosques solitarios, sin hablar una palabra con nadie, salvo consigo mismo y con la yegüita mora. Eran ya cerca de las siete y tenía tantas ganas de un comadreo matutino como tiene un tendero de leer el diario de la mañana. La oportunidad se presentó cuando, después de encender su cigarro con una lupa, vió bajar un hombre de lo alto de la colina a cuyo pie estaba parado el carrito verde. Dominicus notó que traía un atado al hombro, en la punta de un palo, y que avanzaba con paso fatigado pero resuelto. No parecía haber partido con el fresco de la mañana, sino haber caminado toda la noche y estar resuelto a seguir andando todo el día.
—Buenos días, señor —dijo Dominicus, cuando se fue acercando—. Lleva un buen trote. ¿Cuáles son las últimas novedades en Parker’s Falls?
El hombre bajó sobre los ojos el ala del ancho sombrero gris y contestó, casi de mal humor, que no venía de Parker’s Falls, nombre que el muchacho había mencionado naturalmente, pues era la meta de su jornada.
—En ese caso —repuso Dominicus Pike —diga las últimas novedades de donde venga. No me empeño en Parker’s Falls. Cualquier sitio es bueno.
Importunado así, el viajero —que era un tipo de tan mala traza como para temer su encuentro en un bosque solitario— pareció dudar un momento, como si buscara novedades en su memoria, o reflexionara sobre la conveniencia de referirlas. Al fin, subiendo al estribo del carro, murmuró al oído de Dominicus, aunque hubiera podido gritar sin que ningún ser humano lo oyera:
—Recuerdo una pequeña noticia. Anoche el viejo Higginbotham, de Kimballton, fue asesinado, a las ocho, en su huerta, por un irlandés y un negro. Lo colgaron de la rama de un peral, donde lo descubrieron esta mañana.
Apenas dio esta horrible nueva, el forastero reanudó la marcha con más rapidez que nunca. Ni siquiera dio vuelta la cabeza cuando Dominicus lo invitó a fumar un cigarro habano y a contarle los pormenores […]