León XIV no deja de sorprender al mundo. En casi dos meses desde que asumió el trono pontificio, ha desplegado un inusitado activismo mediático, en especial en redes sociales, a favor de la paz y la solución de conflictos como los de Gaza y Ucrania. Este ímpetu en la comunicación social deja ver su entusiasmo inicial por el desempeño de un cargo que, después de seis meses, deja de ser novedad para la gente, según se ha dicho siempre en los pasillos del palacio apostólico. Como sea, el religioso agustino está imprimiendo sello propio a su gestión, en momentos de grave polarización de las relaciones internacionales.

Sus constantes llamadas de atención a favor de la distensión y la diplomacia tienen como antecedente la encícilica Pacem In Terris (1963) de San Juan XXIII y, por supuesto, el trabajo político que realizó el controvertido Juan Pablo II en la coyuntura de la caída del Muro de Berlín. El novel papa también abreva de su antecesor Francisco, quien fuera activo promotor de una narrativa de denuncia de la injusticia social, la migración y la protección del medio ambiente. No obstante, estas similitudes engañan porque sus respectivos reinados ocurren en mundos diferentes. Al argentino le tocó gobernar la Iglesia en una coyuntura de debilitamiento galopante del neoliberalismo y de incredulidad en las Naciones Unidas. Al estadounidense le corresponde actuar cuando ese debilitamiento toca un punto extremo y amenaza con sucumbir al orden o desorden emergente, donde la política del poder impone y no conoce de razones.

Para el Vaticano, la diferencia es de fondo y pone sobre la mesa el histórico debate sobre el papel que está llamada a desempeñar la Santa Sede como árbitro de los conflictos, capítulo que le dio prestigio durante siglos y que, en 1919, le arrebató la Sociedad de Naciones y más tarde la ONU. Como se sabe, ambas organizaciones siempre han sido criticadas por amplios sectores de la Curia, al considerarlas modelos anglosajones y ajenas al Derecho Natural. Se trata de una actitud que parece revivir el juramento antimodernista (Motu proprio Sacrorum antistitum) establecido en 1910 por Pío X y abolido por Paulo VI en 1967. Así las cosas, no podría descartarse que el pacifismo de Robert Prevost esté animado por estos antecedentes, aunque con los matices que la época impone, es decir, por el anhelo de posicionar a la sede apostólica como el referente del deber ser de una comunidad de naciones desarreglada y temerosa de los unilateralismos. Si desde el punto de vista de la fe la Santa Sede es centro del apostolado, en la perspectiva laica de León XIV sería la detonadora de una nueva forma de solidaridad entre los pueblos, basada en las virtudes cristianas y la reinstalación de Roma como caput mundi. Quizá ello explique el nombre papal adoptado por el ex obispo de Chiclayo, Perú. En efecto, Prevost bien podría abrigar la tesis evocada por León XIII, en su encíclica Libertas (1888), de que la Iglesia no desaprueba ninguna forma de gobierno que busque el bien común. Si así fuera, la Santa Sede estaría incluso en camino de distanciarse de la democracia. La tesis es aventurada; sin embargo, los hechos sugieren que León XIV conoce la “exitosa astucia diplomática” de Maquiavelo y que no descarta fungir como custodio de la paz del mundo (adsumus custodes paci).

El autor es doctor en Ciencias Políticas e internacionalista.