Es peculiar nuestro sistema constitucional de finanzas públicas. La historia del bicamarismo (1824) al unicamarismo (1857) y la vuelta al bicamarismo (1874), reiterado en Querétaro, condujo a la distinción como instrumentos formalmente independientes a la Ley de Ingresos y el Presupuesto de Egresos en el ámbito federal. Ambas cámaras discuten y aprueban la iniciativa presidencial con la estimación de las contribuciones y los empréstitos, y la Cámara de Diputados tiene la facultad exclusiva de discutir y aprobar la asignación del monto consecuente con la estimación aludida para sustentar el gasto público.
Esta dislocación entre la aprobación del ingreso y su origen y el egreso y su destino se potencia con otra dimensión para la rendición de cuentas; el Senado no fiscaliza formalmente, de conformidad con su participación en la Ley de Ingresos, el resultado de la gestión pública inherente. Se carece de la facultad específica y del órgano técnico para ello, pues la Auditoría Superior de la Federación es un órgano de la Cámara de Diputados.
Hasta ahora, el statu quo se ha impuesto sobre la idea de que el Senado conozca y apruebe el gasto público y ejerza facultades relacionadas con el estudio, dictamen y votación de la Cuenta Pública. Sin embargo, en momentos muy claros de desdibujamiento casi total de las facultades de control de la gestión pública en el poder legislativo de la Unión, hoy no parecería viable la revisión de la participación del Senado en los asuntos de la hacienda pública.
Sin embargo, la más reciente particularidad del sistema que se ha adoptado en la Ley Fundamental para las finanzas de la Federación y su incidencia en la economía nacional podría despertar la necesidad de revisar el régimen de facultades y de responsabilidades sobre los recursos públicos; no me refiero, por el momento, a las conductas ilícitas que generan quebrantos en el erario, sino al tren de eventuales consecuencias de haber establecido decisiones presupuestarias -en sentido estricto- en la Constitución.
Con las reformas a la Ley Fundamental del 20 de mayo de 2020 se sustrajo de la potestad de la Cámara de Diputados, en consonancia con igual imposición para la iniciativa presidencial, la facultad de determinar la asignación de gasto público para la pensión de las personas adultas mayores y el subsidio a las personas con discapacidad. Una renovada vuelta a la tuerca de definir asignaciones de gasto susceptibles de ser cuantificadas desde la Constitución, se dio con las reformas del 2 de diciembre de 2024 a los artículos 4º y 27, párrafo décimo, fracción XX.
Estamos ante subsidios de rango constitucional, que se presentan como derechos; no es solo la semántica. Una cuestión son los derechos a la educación, la protección de la salud o la vivienda y otra la asignación en norma constitucional de dinero público para hacerlos efectivos; hay derechos y políticas públicas para alcanzar su concreción, que responden a la lógica de la dinámica social, económica y política.
Una cuestión distinta ocurre -ejemplifico- con la pensión no contributiva para personas con discapacidad permanente menores de 65 años o para personas adultas mayores de esa edad, porque la normativa ordena que el Estado destine anualmente en el Presupuesto de Egresos de la Federación (PEF) dinero suficiente y oportuno para “garantizar…la transferencia de recursos directos hacia la población destinataria” (artículo 4º, párrafo vigésimocuarto). También son cuantificables en el PEF los jornales para quienes siembran árboles frutales y maderables o el apoyo anual en pecuniario para personas productoras y pescadoras de pequeña escala. Son, además, recursos que no podrán disminuir, en términos reales, respecto de los asignados en el ejercicio fiscal precedente.
El problema que se advierte es la eventual colisión entre (i) el desempeño negativo de la economía nacional y la caída en la recaudación con el agravante de la inviabilidad o inconveniencia de recurrir al crédito público, y (ii) la obligación de incluir el pago de esas pensiones, jornales y apoyos en el PEF.
Véase el uso de la lógica constitucional -cuando se quiere- que suele no ser siempre compatible con la lógica económica y los ingresos públicos: no hay forma de disminuir el gasto establecido, salvo la reforma constitucional, la cual es impensable en el horizonte de varios lustros, a no ser que ocurra una crisis económica de proporciones mayores y, tal vez, ni así, pero tampoco hay forma de ordenarle “constitucionalmente” a la economía que crezca y se recauden mayores ingresos.
El Producto Interno Bruto (PIB) puede y debe crecer; de allí se extrae la estimación de los ingresos que se financiarán el gasto, pero será obligado que ocurra por encima de la inflación y la proyección del incremento del egreso por la expansión de personas beneficiarias de los subsidios constitucionalizados.
Tomemos algunos números de 2024 y 2025. El PIB del año pasado ascendió a 35.3 billones de pesos, en tanto que el endeudamiento monta a 17.8 billones. El PEF para 2025 estimó un gasto de 9.3 billones, con ingresos tributarios por 7.4 millones y 1.9 mediante el crédito de la Nación. Así, los subsidios mencionados -1.1 billones- equivalen a casi el 15 por ciento de los ingresos tributarios.
Con una economía prácticamente sin crecimiento, una recaudación insuficiente, un gasto público con compromisos irreductibles relevantes -aportaciones para subsidiar el pago de pensiones contributivas, y el servicio de la deuda-, erogaciones ineficientes pero que abonan a la popularidad proveniente de quien recibe recursos, y crecimiento de la población acreedora al subsidio, el modelo presente para las finanzas públicas no solo carece de margen de maniobra sino que con cualquier imprevisto entraría en problemas severos.
En el horizonte la opción necesaria -de mucho tiempo atrás- es la reforma hacendaria para incrementar los ingresos públicos y revisar la progresividad impositiva, así como las competencias y la distribución de los rendimientos de las contribuciones.
¿La consolidación de la centralización del poder en la presidencia sustentaría esta ruta, por encima del diálogo -lo habría simulado- con los sectores económicos y dejándose a las minorías políticas que escojan la posición que piensen les permita distinguirse? Escenario para la interrogante: ¿y tanto poder, para qué?