La creación de la Comisión Presidencial para la Reforma Electoral, mediante decreto publicado en la edición vespertina (como ya es costumbre) del Diario Oficial de la Federación el pasado 4 de agosto por la presidenta Claudia Sheinbaum, representa no un simple intento de ajuste técnico al sistema electoral mexicano, sino el más reciente capítulo de una estrategia de regresión democrática sistemática, articulada desde el poder. Lo que se presenta como un ejercicio de renovación institucional para “abaratar” las elecciones y “democratizar” la representación, es en realidad una operación de concentración del poder político. Si el Plan A era ya de por si problemático, la nueva versión llega con esteroides.

De entrada, la nueva comisión está diseñada como un órgano subordinado directamente a la titular del Poder Ejecutivo. No se trata de un comité plural, representativo ni deliberativo. Por el contrario, es una entidad presidencial que excluye a actores indispensables en cualquier reforma electoral seria: como lo es el propio Instituto Nacional Electoral (INE), o los partidos de oposición, la academia, la sociedad civil y los organismos internacionales especializados.

El elenco designado por la Presidenta Sheinbaum para integrar la comisión está conformado por puras personas cercanas al oficialismo, pero que además no son expertas en la materia electoral, de ahí que seguramente saldrán propuestas que además de ser técnicamente deficientes seguramente estarán pensada para beneficiar al partido oficialista. No hay ni de cerca un intento de convocar a voces plurales o técnicas. Así, la comisión será presidida por Pablo Gómez, y él será acompañado por: Rosa Icela Rodríguez, Ernestina Godoy, Lázaro Cárdenas Batel, Pepe Merino, Arturo Zaldívar y Jesús Ramírez Cuevas. Basta revisar los nombres para darnos cuenta que la comisión no está compuesta por expertos en sistemas electorales independientes, sino por operadores políticos leales a la Cuarta Transformación. Su papel no será analizar alternativas, sino ejecutar una hoja de ruta definida desde la presidencia.

La exclusión de voces críticas o técnicas no es un descuido, sino una estrategia. Como ya se vio en la reforma judicial, el recurso de las encuestas masivas y ambiguas sirve para aparentar consulta pública, pero en realidad se utiliza para legitimar decisiones previamente tomadas. Así, el disfraz de democracia participativa esconde una lógica de imposición. La pluralidad se finge; la exclusión se impone.

El riesgo es claro: estamos frente a un proceso que no busca mejorar el sistema democrático, sino moldearlo a la medida de un proyecto hegemónico. Lejos de construir consensos, se opta por una vía de decisiones unilaterales, de cambios estructurales avalados exclusivamente por quienes concentran el poder. En democracia, el cómo importa tanto como el qué, y en este caso el proceso mismo ya compromete la legitimidad de cualquier resultado.

Los puntos que se perfilan como ejes de esta reforma no son nuevos: eliminación de la representación proporcional, recorte de recursos públicos a partidos, fusión o desaparición de organismos locales, reducción del presupuesto del INE y supuesta simplificación del sistema electoral. Pero estos temas, envueltos en la retórica de la “austeridad” y el “mandato popular”, esconden efectos sumamente preocupantes. Así por ejemplo, la eliminación de los plurinominales no mejora la representación; la cancela. Perderíamos el mecanismo que permite que minorías políticas tengan voz en el Congreso, reduciendo así la pluralidad democrática; los recortes al INE y a los partidos no solucionan el problema de opacidad o gasto excesivo; debilitan la capacidad de organización, fiscalización y competencia equitativa. De la misma manera, la concentración de la estructura electoral bajo control centralizado mina el federalismo electoral y hace más vulnerable el sistema frente a las capturas políticas.

En suma, todo lo que se pretende presentar como ahorro o eficiencia, en realidad equivale a desmontar paulatinamente los contrapesos que garantizan elecciones libres y justas.

No es nuevo que, tras procesos electorales complejos, se impulsen reformas político-electorales. Ocurrió tras las elecciones presidenciales de 1988, 1994, 2006 y 2012. Aquellos momentos de crisis se convirtieron en oportunidades para consolidar el sistema electoral: se fortalecieron las autoridades electorales, se amplió la representación, se profesionalizó la organización de comicios. Cada una de esas reformas se construyó con diálogo, con la participación de los partidos, de la academia y desde luego de la sociedad civil.

Lo que distingue a la actual propuesta es que no responde a una crisis electoral estructural, sino a una voluntad de dominio político. A diferencia de los ciclos anteriores, no hay evidencia de que el sistema electoral haya fracasado: las elecciones de 2024 mostraron que el INE pudo organizar comicios libres, competitivos y confiables, incluso en un contexto de alta conflictividad y violencia. Si algo evidenciaron esas elecciones es que el sistema funciona, a pesar de los embates presupuestales y discursivos.

¿Entonces por qué reformar? Porque para el poder en turno, la democracia ya no es un fin, sino un obstáculo.

Debilitar al árbitro electoral, reconfigurar el sistema de representación para favorecer mayorías artificiales, imponer reformas sin consenso, ignorar a los expertos, y desarticular los mecanismos de fiscalización no es mejorar la democracia: es desmontarla. Lo que está en juego no es una fórmula técnica, sino el corazón mismo del sistema democrático.

Toda reforma electoral debe cumplir principios mínimos: diagnósticos serios, objetivos claros, procesos participativos, transparencia, rendición de cuentas y deliberación abierta. Cualquier intento de rediseñar las reglas del juego sin estos elementos debe ser rechazado.

Una democracia sana se construye con más voces, no con menos. Con contrapesos, no con obediencia ciega. Con instituciones que resisten al poder, no que se pliegan a él. La legitimidad de un sistema electoral no depende solo de su eficiencia, sino de su equidad, su pluralidad y su capacidad de representar a todas las voces, incluso las disidentes.

Llamar a este nuevo órgano “Comisión Presidencial para la Reforma Electoral” es un eufemismo. Su verdadero nombre debería ser “Comisión Presidencial para la Concentración Electoral del Poder”. Porque no reforma: reconfigura. No debate: impone. No fortalece la democracia: la somete a un proyecto político que, lejos de apostar por la diversidad y la deliberación, opta por la homogeneidad y el control.

México no necesita una reforma electoral para hacer más barata la democracia; necesita fortalecerla, necesita hacerla más incluyente, más representativa y más resistente frente a los abusos del poder. Y eso sólo se logra con un proceso abierto, plural, institucional y democrático. Todo lo contrario de lo que hoy propone el gobierno federal.