El narrador, editor y astrólogo José Antonio Lugo (Ciudad de México, 12 de noviembre de 1960) recrea el erotismo de su maestro, Juan García Ponce, en El maestro y su escriba (El tapiz del Unicornio, 2024), una novela corta acerca del deseo que se nutre de la imginación. Se trata de un juego de representación donde el sexo se trenza con la muerte y el lector se mantiene en vilo. Transcribo las primeras líneas.

–Bienvenido. Te estabamos esperando…

Aquella tarde los rayos del sol descendían oblicuamente sobre el trueno del jardín, creando reflejos tornasolados que atravesaban el ventanal y alcanzaban a caer sobre la mesa donde todos los días, durante unas horas, trabajaban el escritor paralítico y su joven amanuense. Sobre la mesa se encontraba la vieja máquina de escribir verde Olivetti Lettera 32; versiones anteriores de la novela que estaban escribiendo formaban pilas sobre las que se asentaban distintas obsidianas, así como potes de cerámica para las plumas –que sin embargo no se usaban. En las paredes colgaban fotos de los escritores reverenciados por el Maestro: Musil, Joyce, Proust y Rilke, junto con algunos cuadros de sus pintores favoritos, aunque la mayoría estaban en la sala y en los distintos cuartos de la casa. De esos lienzos el de Vicente Rojo, Destrucción de un orden, parecía una adecuada descripción de lo que se vivía entre las paredes de aquella casa del barrio de Coyoacán, cuyo jardín era habitado por una vieja tortuga que comía lechugas.

En la sala había un par de sillones y una cama cubierta por un sarape y varios cojines. Un pequeño comedor, libreros de poco más de un metro de altura y en las paredes una galería de los pintores sobre los que el Maestro había escrito y que le habían dado como muestra de agradecimiento parte de su obra. Felguérez, Rojo, Von Gunten, Alberto Castro Leñero y muchos más: óleos y dibujos inspirados en la obra del escritor. Los libreros de la sala contenían a los autores favoritos del Maestro. De ellos el visitante podía encontrar toda su obra, así como ensayos críticos en varios idiomas. En cambio, en el librero del estudio había obras únicas, novelas que representaban toda una trayectoria literaria. La alfombra era propicia para el deslizamiento de la silla de ruedas. Olivia lo Llevaba al estudio, después de haberlo bañado y peinado, sola o con ayuda de Eufrosina, quien, en un principio, junto con el chofer de entonces, ayudó al Maestro cuando la esclerosis múltiple avanzó y después de que su esposa lo abandonara.

Ya frente a la mesa de trabajo, el escritor le pedía a su escriba que le leyera las líneas en las que se habían quedado el día anterior o, cuando estaban en la segunda versión de una novela o de un ensayo, le colocara sobre el atril las hojas correspondientes al pasaje que estaban trabajando de la versión original. Después venían unos momentos de silencio, en los que el Maestro seguramente conectaba los párrafos que había creado en el espacio de la imaginación durante la tarde anterior y la mañana de ese día con las palabras que se encontraban sobre las hojas de papel y que eran producto del dictado que Olivia, gracias a la máquina de escribir, iba colocando en tinta sobre el papel. Era un proceso cotidiano que no por eso dejaba de ser mágico. Las palabras surgían de la voz metálica del Maestro, producto del deterioro de sus pulmones. Esas palabras se convertían en imágenes, en los paisajes o decorados de las escenas, en los rostros y cuerpos de los personajes, en sus voces cuando dialogaban.